
Casi todas las mañanas me levanto a las cinco a.m. y, desde hace unos meses, con frecuencia ahí está él, con sus dos luces brillando en la oscuridad, como si estuviera esperando para maullarme y exigir un poco de apapacho —como el de antes, cuando vivía en mi casa. Entonces, mientras preparo el primer espresso del día, se hace ovillo en una silla del comedor y me mira fijamente con sus ojos bizcos: es como si, en un diálogo silente, estuviera tomando un café conmigo.
Luego de unos maullidos y ronroneos, sale por la misma ventana por donde entró y regresa a sus dominios, al enorme jardín contiguo a mi casa que ha convertido en su selva particular. ¡Y yo que pensaba que se había ido para siempre! Pero al parecer no del todo: se siente a veces como uno de esos amigos intermitentes, y otras como un hijo adoptivo de alma libre y medio ingrato que de repente visita a su solitario padre para llevarle un poco del sabor de ese pasado que a menudo extraña tanto. ¿Y cómo iba a ser de otra manera, si yo mismo lo eduqué?…
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¿Cómo es que un mamífero felino de unos sesenta centímetros de largo puede tener una relación con un humano que sea tan intensa como para provocar la serie de emociones y de recuerdos que describo líneas arriba? Porque, sí, estos párrafos están tomados de mi vida: una pequeña lágrima mañanera que se me atravesó en los ojos al volver a ver al que por tantos años fue mi gato.
Pero no todos piensan igual. Para mucha gente, un gato es un bicho raro, una molestia, un alérgeno cuadrúpedo o, en especial si es negro —tal como Bécquer, el protagonista de Más negro que la noche (1975) de Carlos Enrique Taboada—, un motivo de miedo, de fobia y de superstición.
Los gatos, hay que decirlo, tienen mala fama. Parte de esa campaña negra se la debemos, de modo indirecto, a la fascinación que sentían los egipcios de la época de los faraones por esas dichosas “bolas de pelos”: cuando un gato moría, por ejemplo, su dueño se rasuraba las cejas en señal de duelo, y en tumbas con más de dos mil quinientos años de antigüedad se han encontrado hermosas y curiosas momias con los restos de los agraciados felinos momificados.

Esta devoción egipcia por los felinos encontró su contraparte en el rechazo que sentía por ellos el pueblo hebreo, a la sazón esclavizado por los egipcios. Y la razón no es difícil de imaginar: seguramente el gatito —que no era un pequeño ovillo peludo, sino un cazador semidomesticado de casi un metro de largo— comía mejor, vivía mejor y recibía mejores tratos que cualquier esclavo hebreo. Por eso, el gato no se menciona en la Biblia y esa aversión trasminó en el cristianismo.
Durante la Edad Media europea se le consideró un animal demoníaco, y por eso miles de ellos fueron torturados, quemados y despellejados en rituales sumamente crueles. Hoy en día, aún persiste la superstición de que un gato negro es “de mala suerte” y muchos de ellos aún son usados en la brujería y magia negra.
El mito de la frialdad…
A menudo quienes tenemos gatos oímos la misma queja: que, a diferencia de los perros —que son leales, obsequiosos y obedientes, por no decir sumisos—, los felinos son “fríos, distantes, egoístas y traicioneros”. Pero lamento decir que estas creencias no son sino meras patrañas, y que tengo a la ciencia de mi lado.
Pero vayamos por partes, y de lo de traicioneros me encargaré más adelante. Un estudio de agosto de 2019, publicado en la prestigiosa revista científica Cell, afirma que los gatos desarrollan un instinto de apego por sus cuidadores que nada le pide al que presentan los perros o, incluso, al de los bebés humanos.
Aclaro: en biología y en pediatría, el apego —attachment en inglés— se define como el vínculo bidireccional que una cría establece con su cuidador, ya sea su dueño o su padre, y puede ser de tres tipos con respecto a la cría:
- seguro, tiene al cuidador como base y se acerca al mundo con confianza;
- evitador-inseguro, se aleja del cuidador porque se siente inseguro con él;
- ambivalente-inseguro, busca al cuidador, pero demanda atención excesiva porque en realidad no puede usarlo como fuente de confianza.
Así, la autora Kristyn Vitale de la Universidad de Oregon tomó a un grupo de gatos y a sus dueños, y los llevó a un cuarto donde nunca habían estado. Después de dos minutos juntos, el dueño salió del cuarto dejando al gato solo durante otros dos minutos; al cabo de ese lapso, el dueño regresó al cuarto. Los investigadores monitorearon las reacciones del felino durante todo el experimento.
La conclusión es tajante: sesenta y cinco por ciento de los gatos mostró un apego seguro con sus dueños, mostrándose confiados tanto al explorar a solas como en la presencia de su humano, y el treinta y cinco por ciento restante se mostró estresado aun tras el regreso del dueño y demandó muchísima atención.
…y el otro mito, el de la traición
Derribado el mito de que los gatos no nos quieren ni nos necesitan —como si las dos bolas de pelo que me reciben cuando vuelvo a casa cada tarde o la que me visita en la madrugada no fueran prueba suficiente—, hablemos ahora del mito de lo “traicioneros” que son esos cuadrúpedos ronroneantes.
Al parecer, esta idea surge porque a todo mundo le ha sucedido encontrarse con un gato y que, después de haber aceptado un par de caricias, éste arremeta contra el intruso y le suelte un arañazo. “¿Ya ves cómo si es traicionero? ¡De la nada me arañó!”, casi puedo oírlos decir.
Pero la ciencia tiene una explicación para este fenómeno. En un artículo del portal Real Clear Science, titulado “Cómo acariciar a un gato, según la ciencia”, la autora nos explica un concepto fundamental: a pesar de su aspecto tierno, esponjoso e inofensivo, cada gato en el fondo sigue siendo un depredador.
El texto explica que nuestros gatos domésticos son descendientes del gato salvaje africano —el mismo que hacía babear a los egipcios—, que en su hábitat natural es un depredador solitario y sin habilidades sociales. Así, aunque nuestros bichos han desarrollado capacidades socio-cognitivas por su convivencia con los humanos, es probable que hayan heredado esta poca propensión a socializar.

Gato salvaje africano
Ahora bien, los humanos estamos programados para conmovernos por todo aquello que nos recuerde a nuestras propias crías, así que los ojos grandes y redondos, sus cabecitas redondas y el cuerpo suave de los felinos probablemente nos despierte el instinto materno o paterno de protección, y querramos tocarlos, abrazarlos y mecerlos como si fueran bebés… lo cual, sin duda, irritará al animal.
La mejor manera de acercarse a un gato extraño es: darle espacio suficiente, dejar que te reconozca, acercar una mano, permitir que te huela y, sólo hasta entonces, empezar a acariciarlo. Si el gato busca las caricias, ronronea, levanta las patas o muestra el abdomen, vamos bien; si se nota tenso, echa las orejas para atrás o evita las caricias, es señal de que se aproxima un rasguño.
Así que no es que los gatos sean traicioneros: más bien los humanos aún tenemos mucho que aprender acerca de ellos y de sus funciones como controladores de plagas, primero —pregúntenle a los europeos cómo les fue con las ratas y la peste negra por andar quemando gatos—, y como animales de compañía, después. Y hasta aquí lo dejo, pues es hora de ir a alimentar a mis gatos, porque de canarios y lagartijas no van a vivir…
