Ocelotzin, dijo ella

Ocelotzin, dijo ella
Miguel Ángel Hernández Acosta

Miguel Ángel Hernández Acosta

Ficciones

Puede que el tiempo transcurrido haya atrofiado el recuerdo. Tal vez sea la razón tratando de no dar paso a las cosas imposibles de analizar por ella. O a lo mejor sólo se trate de mi mala memoria, aunque algo dentro de mí me asegura que fue verdad…

En ese tiempo había feria en Pachuca, por lo que además de los juegos mecánicos, los fuegos artificiales y los cientos de alimentos que se ofertaban en la verbena, también había carpas habitadas por seres extraños: gitanas que leían la suerte en la palma de la mano, hombres con capa y sombrero de copa que hacían trucos con las cartas de póker, y chamanes que vendían sanaciones espirituales hechas con ramos de hierbas, aguas multicolores y huevos de gallina ranchera.

Iba caminado por uno de los pasillos del área comercial cuando una mujer se acercó a mí. No era vieja —como dicen que son las brujas— ni vestía como los hippies que intentan demostrar su poco interés por lo material. Más bien era una cuarentona delgada, con olor a incienso y unos ojos perturbadores. Me tocó el hombro y, como si su respiración fuera un suspiro, hizo que el aire se agitara con el sonido “Ocelotzin”…

No hice caso, pero caminaba tan cerca de mí que me resultó imposible continuar ignorándola: llevaba una falda de manta color crudo, una blusa muy delgada para el frío que caracteriza a la ciudad en octubre, y un collar de cuarzos. “Ocelotzin”, repitió casi en mi oído. Volteé a mirarla y, sin dirigirnos palabra, me indicó que la siguiera. Yo, que entonces no tenía voluntad alguna debido a una decepción amorosa que llevaba medio año afectando mi ánimo, imité sus pasos y dirección. Pronto nos encontramos frente a una mesa con pequeñas bolsas de cuero grabadas con uno de esos aparatos para curtir la piel bovina. Comprendí que aquella comerciante tenía el sexto sentido del buen vendedor y había sabido escoger a un potencial cliente. Tomó la máquina de pirograbado y, en un bolso del tamaño de una mano de bebé, garabateó la palabra “Ocelotzin” y la extendió hacia mí.

“No traigo dinero”, dije al rechazar aquel objeto. “Te pido que lo sostengas, no que me des dinero”, contestó un poco molesta. Me miró a los ojos durante algunos segundos y de una bolsa extrajo un cuarzo azul; luego tocó mi mano, la acarició con un roce que me hizo estremecer y reflexionó algunos instantes antes de tomar otro cuarzo color rosa. Abrió el pequeño bolso e introdujo aquellas piedras.

“Hay una mujer en tu vida que ya ha cambiado tu destino. Pronto todo se resolverá”, dijo con un tono misterioso como el de los actores en las películas de terror. Supuse que aquella charlatana conocía muy bien su oficio y por eso sabía que antes de conseguir una venta era necesario convencer al cliente con algún tipo de artimaña. “¿Mi madre?”, ironicé, pero ella no se dio por aludida y continuó con un monólogo en el que mi participación se limitaba a asentir, cada vez más sorprendido. “También hay otra mujer en tu vida que fue muy importante, pero por alguna razón actualmente están distanciados”. Pensé en mi hermana recién casada y la chamana movió la cabeza de arriba a abajo, como adivinando mi pensamiento. “Ella va a ser rica, pero no tendrá la bendición de la felicidad; tú, en cambio, nunca tendrás mucho dinero, pero si tomas el camino correcto, serás feliz”. “¿Qué persona no se sentiría aludida con una afirmación tan vaga?”, recapacité. “Y hay otra mujer, que no es tu hermana, ni aquélla que te dejó hace poco, y pronto deberás aprender a mentir para sacarla de un hoyo en el que caerá sin remedio”. ¿Esa declaración podía ser aún parte de una estafa? “Sé que no crees en mí, Ocelotzin, y no es difícil comprender tu desazón. Sin embargo, ha llegado el tiempo, debes prepararte y seguir la misión para la cual has sido enviado. Cuando estés confundido, acaricia el cuarzo rosa; cuando tengas miedo, frota el color azul”. Estiró los brazos con aquel collar de piel y cristales entre las manos, lo colocó en mi cuello y se dio la vuelta. Yo aproveché para marcharme.

Jorge Luis Borges escribió sobre un milagro secreto del que sólo se entera el hombre que ha sido bendecido con esa experiencia extrasensorial, la cual le da sentido y dirección a su vida. Recordé aquel cuento, pero enseguida esbocé una sonrisa al reflexionar sobre cómo aquella depresión causada por un amor perdido había hecho que creyera en las profecías de esa extraña pitonisa.

Cuando estaba a punto de perder de vista el pequeño puesto donde había recibido tan particular obsequio, la mujer gritó desde la lejanía una frase que me dio vueltas en la mente durante mucho tiempo. “Tu problema es que no crees, pero cuando lo hagas habrá llegado el punto donde todo adquirirá sentido. Cree, Ocelotzin; ya es tiempo, ahora que tienes 8888 días de vida”. Luego su voz se esfumó en el aire. El número se me quedó grabado por lo sencillo de la cifra. Yo había nacido veinticuatro años antes, el 25 de mayo, y aquella cantidad de días estaba muy cercana a la que la calculadora me confirmó al llegar a casa, aunque la mujer había errado por ocho días.

Esa noche tuve insomnio, pensé en Luisa, con quien me casaría un año después; recordé a mi hermana, quien siempre ha sido buena para los negocios, y me aterré al enterarme del diagnóstico con el que llegó mamá tras su visita al doctor. A punto de caer en un sueño apacible, el inconsciente me reveló un hecho que no había considerado antes: desde mi nacimiento había habido ocho años bisiestos.

Desde entonces aquel collar no se ha desprendido de mi cuello y sigo sin ser rico —aunque juego al Melate con el único propósito de tentar al destino. Quizás aquella mujer se pudo haber equivocado en algo. O tal vez quien esté errado sea yo y todo se resuelva con el hecho de creer. En algo, pero creer.

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