La casa es un símbolo universal de protección que constituye un mundo hecho de ladrillos y sueños: sus habitaciones son nuestras emociones cristalizadas; sus columnas, nuestros pensamientos más insistentes; y en el jardín crecen nuestras ilusiones, cuyas ramas nos proporcionan sombra y cobijo. ¿Cuántos, de niños, no deseamos construir nuestro propio universo en forma de casita con techo de mantas? Bastaba con disponer dos sillas, una enfrente de la otra, y extender una sábana sobre ellas para crear una cálida guarida que nos permitiera vivir bajo nuestras reglas y ser los protagonistas de todas las historias. Con el paso del tiempo, la mayoría renuncia a esta pueril fantasía; otros deciden estudiar arquitectura para seguir proyectando sus microcosmos de concreto, y solamente algunos se atreven a construir una casa con sus propias manos. ¿Pero cuántos han sido capaces de trasladar las catedrales o palacios que existen en su imaginación al mundo real y sin ningún tipo de ayuda?
El cartero y su palacio construido con pequeñas piedras
Ferdinand Cheval recorría el camino de siempre, con su bolso rebosante de cartas, cuando tropezó con una piedra: en ella vislumbró un palacio que había soñado cuando era niño, así que decidió guardarla. Al día siguiente regresó a ese mismo punto del camino y recogió otra piedra, y otra, y otra más. Aquello se convirtió en su obsesión: todas las mañanas desviaba la ruta y se perdía en el bosque con tal de encontrar nuevas e inspiradoras formas. La gente de la villa de Hauterives[1] , al verlo pasar, exclamaba: “Ahí va ese cartero necio. ¿Cómo puede caminar treinta y dos kilómetros con los bolsillos repletos de piedras, ¡sin contar el peso de las cartas!”. Ferdinand fingía no escucharlos y apresuraba el paso, mientras en su mente admiraba un monumento a los sueños. Cuando sus bolsillos se volvieron insuficientes, consiguió una carretilla para colectar las piedras que encontraba durante sus trayectos, hasta que, en abril de 1879, reunió el material necesario para comenzar su obra.
El humilde cartero no tenía estudios, pero era un artista nato. Repartía cartas durante el día y por las noches, bajo el brillante silencio de las estrellas, construía muros, levantaba columnas parecidas a las que sostenían el templo hindú que había visto en una postal, esculpía figuras de animales y dioses que pertenecían a su propio panteón sagrado, erigía castillos que recuerdan a las construcciones de arena que los turistas abandonan en las playas y diseñaba pasadizos que luego cubría de conchas marinas. Infinitas piedras y más de treinta años después, Ferdinand vio terminado su Palacio ideal, una estructura de veintiséis metros de largo y catorce de ancho que creó sin más ayuda que la de su imaginación trepidante.
El palacio del cartero de Hauterives —con su templo hindú, su mezquita y su castillo medieval emergiendo de una abigarrada nube— fue reconocido por André Breton, Pablo Picasso y Max Ernst como una oda arquitectónica al surrealismo. Algunos incluso vislumbran una influencia del estilo naturalista que caracteriza a la Sagrada Familia de Gaudí en este edificio construido por “el tonto del pueblo”, quien hoy es considerado uno de los exponentes más luminosos del art naïf [2] .
La mansión de cristal de Chartres
Raymond Isidore vivía a las afueras de Chartres[3] , a unos cuantos kilómetros de la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, en una casa que construyó con sus propias manos. Nadie en su sano juicio hubiera podido imaginar que ese modesto edificio, habitado por un pepenador y su familia, se convertiría en el lienzo de un artista.
Un día de 1935, entre los cúmulos de basura, Isidore encontró una vajilla hecha añicos; al observar aquellas coloridas formas, tuvo la idea de recrear las vidrieras de la Catedral de Chartres en las paredes de su casa, así que guardó en un saco los restos de la vajilla y también cada pedazo de vidrio que fue encontrando a su paso.
Raymond Isidore solía estar envuelto por un aura de nerviosismo, como si fuera incapaz de controlar su propia energía. No obstante, mientras trabajaba con las pequeñas piezas de vidrio o cerámica que traía de los vertederos, sus demonios se echaban a dormir y la ansiedad descansaba con ellos. La sensación era tan placentera, que le parecía inconcebible detenerse: su proyecto se convirtió en una obsesión que terminó acaparándolo todo. Tapizó el interior de su casa con intrincadas figuras geométricas, también pintó frescos inspirados en la naturaleza y realizó mosaicos que evocaban escenas bíblicas. Cuando cada centímetro de pared quedó cubierto, atacó el suelo, las sillas, las mesas, la cabecera de su cama, la estufa e incluso la máquina de coser. Siguió con la parte exterior de la “mansión”, donde plasmó el rosetón de Chartres, así como varias catedrales famosas protegidas por un manto de casitas con techo de dos aguas. Luego convirtió el jardín en un empedrado multicolor, adornado con figuras de vírgenes y animales; allí construyó una capilla, un trono, una pieza llamada “El muro de Jerusalén” y hasta su futuro sepulcro forrado con mosaicos. Murió veintiocho años después de haber comenzado su obra, tal vez al descubrir que se había quedado sin espacio.
Hoy Raymond Isidore es conocido como Picassiete, un juego de palabras que hace alusión a Pablo Picasso y a la palabra francesa para ʽplatoʼ. Es “el Picasso de los platos”.
La catedral de Justo Gallego
Justo Gallego no deseaba otra cosa que consagrar su vida a Dios. Por ello, renunció a la yunta y a la guadaña, colgó su sombrero de campesino en un clavo y emprendió el camino al monasterio de Mejorada del Campo[4] para convertirse en monje. Al poco tiempo de haber tomado los hábitos, enfermó de tuberculosis. Sintió que la muerte se lo llevaría, así que desde su lecho en el hospital juró a Dios que construiría una catedral con sus propias manos si lo salvaba. Milagrosamente, Justo recuperó la salud y, enseguida, se puso a trabajar en el cumplimiento de su promesa.
La imagen aparecía tan clara en su mente, que nunca pensó en dibujar los planos del proyecto pues, además, no tenía idea de cómo hacerlo. Con los ojos emocionados de un niño, en medio del terreno de labranza que le habían heredado sus padres, visualizó la fachada del edificio, sus rosetones góticos, la cripta, el claustro y una gran cúpula de vidrio, que sería la corona de su creación. Justo —que no terminó la primaria debido al estallido de la Guerra Civil Española— estudió minuciosamente algunos libros sobre arquitectura y, sin asomo de titubeos, colocó la primera piedra una mañana de 1961.
La gente de Mejorada del Campo tildó de loco a ese hombre de apariencia frágil que se había propuesto construir una catedral con sus propias manos. Los niños le arrojaban piedras, pero éstas, al igual que los insultos, palidecían ante la voluntad y la fe de Justo, que todos los días madrugaba para ir en busca de escombros o materiales desechados por las fábricas de ladrillos. La catedral crecía con lentitud, a la velocidad de un solo hombre, pero a un ritmo constante. Y ante cualquier desafío, su arquitecto hallaba una ingeniosa solución: las columnas las hizo con bidones de gasolina, una rueda de bicicleta le sirvió para construir una polea, y una lata de tomates era perfecta para crear superficies cóncavas…
Hoy, a sus noventa años de edad, Justo Gallego continúa trabajando de sol a sol en su imponente catedral, que costea con el dinero obtenido de la renta de algunos terrenos heredados, sin mencionar los once millones de euros que la marca de refresco Aquarius le pagó en 2005 por mostrar su edificio en un anuncio de televisión. Y aunque su obra también fue el centro de una exposición fotográfica en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, a Justo no podría importarle menos el reconocimiento o la fama: su único deseo es que la vida le alcance para acomodar la última piedra de su juramento.
Estas construcciones sobreviven para quien tenga la suerte de visitarlas. Son monumentos a la fantasía y también a la voluntad llevada al nivel de la locura. Sin embargo, una locura mayor hubiera sido que sus creadores desecharan sus sueños por parecerles demasiado grandes a algunas mentes pequeñas.
[1] Ubicada en el departamento de Drôme, al sur de Francia.
[2] El naïve art o arte ingenuo es una corriente caracterizada por la ingenuidad y la espontaneidad propias de los artistas autodidactas.
[3] Ciudad y comuna francesa ubicada en el departamento de Eure-et-Loir.
[4] Municipio de la Comunidad de Madrid, en España.