Todo metal desea convertirse en espada.
Toda espada desea convertirse en hombre.
Anónimo
Hace unos días rescaté un par de tenis viejos que, según yo, con una buena lavada aguantarían una vuelta más antes de acabar en la basura. Tras secarlos al sol, recordé que hasta hace poco sólo conocía dos técnicas para ponerles las agujetas, heredadas de mis padres: con la primera se forman líneas paralelas de abajo hacia arriba y, en la segunda, las agujetas van formando cruces hasta culminar en los ojales superiores. Toda la vida pensé que sólo existían estas dos formas de hacerlo; fue hasta que mi esposa me mostró una técnica diferente —una mezcla de las dos, más sencilla y óptima— que entendí el error en que había vivido por estar atado a ideas preconcebidas.
Esta anécdota, en apariencia tonta e intrascendente, contiene un gran aprendizaje: en los abismos de nuestro cerebro, todos llevamos incrustados creencias erróneas y sistemas imprácticos que resultan nocivos, pero que damos por ciertos porque se nos dijo que son “la manera correcta de hacer las cosas”. Y el mejor ejemplo que me viene a la mente de eso es una famosa frase con la que, desde la niñez, padres, abuelos y maestros nos fustigan con frecuencia: “Debes ser alguien en la vida”.
¿Cómo traduciríamos esta especie de undécimo mandamiento, que indica que debemos “ser alguien en la vida”? De entrada, pienso que todo el mundo es alguien puesto que es imposible no serlo, o sea, ser nadie; pero asumo que su significado de fondo es el de tener éxito y acumular riqueza económica. Así, muchas veces cuando hablamos de una “mujer exitosa” o de un “hombre de éxito”, nos referimos a una persona que —al menos en apariencia— puede derrochar carretadas de dinero sin preocuparse por nada.
Pero la realidad evidente es que esta sociedad materialista, consumista y enfocada en seguir patrones absurdos ha derivado en el siglo con mayores índices de soledad, ansiedad y trastornos mentales de la historia, a tal grado que la Organización Mundial de la Salud señaló que la depresión es uno de los retos más importantes de nuestro tiempo y la principal causa de discapacidad en el mundo.
Yo pienso que este sistema asfixiante nos orilla a hacer o dejar de hacer basándonos en el miedo, pues muchos de nuestros actos van en función de obtener un premio o evitar un castigo. Del mismo modo, creemos que sólo son importantes las actividades utilitarias o que reportan un beneficio económico; pero si hablamos de cuidar niños, preparar sopa, escribir poemas o alimentar palomas, habrá quien diga que son tareas inútiles con las que se pierde el tiempo. Pero hay una realidad que no muchos ven y que contradice por completo esta noción.
Hablemos, por ejemplo, de las “zonas azules”: esas regiones del mundo donde viven personas que han rebasado los cien años de edad y que, además, gozan de muy buena salud. La isla japonesa de Okinawa es una de estas “zonas azules” y quienes han estudiado a sus habitantes concluyen que su longevidad se debe, en gran medida, a una dieta saludable y al ejercicio constante; pero un factor igual de crucial para que puedan vivir muchos años es la filosofía de vida que los rige, a la que llaman ikigai.
Esta palabra japonesa —de iki, ‘vida’ e igai, ‘valer la pena’— en esencia significa “hacer lo que realmente da sentido a la vida”. En un documental pude ver a los sonrientes ancianos de Okinawa llevando vidas sencillas y me llamó la atención que ninguno era un hombre o una mujer de “éxito”: no viajan a Europa, no usan ropa cara, no poseen autos deportivos ni se toman selfies con un iPhone de última generación.
Entonces, siguiendo el ejemplo de Okinawa, el secreto de una feliz longevidad radica en la idea de que la vida esté guiada hacia el cumplimiento de un buen propósito, y no hacia la búsqueda de objetivos materiales. Y así, vuelvo al título de este texto: ¿para qué te levantas de la cama cada día?, ¿para seguir el camino que otros trazaron o para cumplir un propósito específico que te haga sentir feliz y realizado?
Ambas formas de pensamiento son simples creencias y no verdades científicas. Una te empuja a actuar en función de supuestas certezas materiales y la otra consiste en creer en algo superior a ti —puede ser una divinidad, el Universo, tu misión o el bien común— y dedicarte en cuerpo y alma a eso que amas realmente. Lo que llama la atención es que mientras la primera opción estresa e intoxica, la otra nos brinda salud y alegría, como a los ancianos de Okinawa.
El escritor español Francesc Miralles, gran estudioso del ikigai, sugiere que cuando te sientas perdido en los esquemas rígidos propios de la adultez, te eches un clavado en las pasiones de tu infancia, pues fue durante esa etapa cuando supiste con exactitud qué te interesaba y emocionaba realmente. Un conocido mío, por ejemplo, cuando era niño juraba que de adulto sería taxista; aunque al final no siguió esa profesión, entendió que lo suyo era ser viajante, pues lo que le apasionaba era conducir, recorrer calles, admirar paisajes y conocer a nuevas personas. Y eso es justamente lo que hace hoy en día. Entonces, querido lector, como nunca podrás revivir lo que experimentaste hoy, te invito a aprovechar cada mañana como si fuera el inicio de una nueva vida: una que te devuelva la sonrisa y la tatúe en tus labios para siempre…