Uno de los postulados científicos que derivan de la Teoría de la Relatividad Especial de Albert Einstein sostiene que el tiempo es relativo, pues para un sujeto en movimiento éste transcurre más lentamente con respecto a un sujeto que está en reposo, lo cual provoca —por ejemplo— que los relojes en la Estación Espacial Internacional se atrasen 0.014 segundos al año en relación a los relojes terrestres —y, en la ficción, que al viajar a una velocidad cercana a la de la luz Buzz Lightyear sólo haya envejecido unos minutos, mientras para sus compañeros en la base habían pasado años—. Pero no es a esa relatividad a la que nos referimos, sino a la idea o percepción de que los días y el tiempo de nuestras vidas se agotan cada vez más rápidamente, a medida que nos hacemos mayores.
Hay diversas explicaciones psicológicas y neurológicas para este fenómeno de percepción. La más simple de ellas es la proporción relativa: cuando tenemos diez años, un año representa el 10% de nuestra vida, mientras que para un adulto de cincuenta el mismo año sólo representa el 2% de su memoria de vida, y esta diferencia influye en cómo cada uno percibe la duración del tiempo.
Además, está la llamada “relatividad de la experiencia temporal”: en la niñez, nuestras experiencias son nuevas y emocionantes, con numerosos aprendizajes y descubrimientos que a menudo se convierten en recuerdos muy duraderos; pero, a medida que crecemos, la rutina y las experiencias previas hacen que los días y los sucesos se vuelvan más familiares y predecibles, por lo que se perciben más como “cadenas de sucesos” que como sucesos individuales.
O sea: para un niño, cursar el segundo grado de primaria y aprobarlo, para luego ser premiado con unas vacaciones en la playa, es una larguísima e inolvidable odisea; para su mamá, es un año más de la rutina del desayuno, llevar y recoger al crío, de soportar las grillas del sindicato y de esperar con ansias el fin de año para descansar unos días gozando del aguinaldo. Y así, un año tras otro, como si ambos fueran viajando en el mismo vagón del metro, el niño imaginándose que es piloto de una nave espacial, y su mamá, contestando el chat del trabajo: uno siente que el trayecto de una estación a otra es un viaje interestelar; la otra pierde la noción del tiempo y, cuando voltea a ver… ya se pasó de estación.
A pesar de lo anterior, existen ciertos fenómenos neurológicos que intervienen en la sensación de que “te asomas por la ventana y diez años pasan volando”. Un estudio de la Universidad de Harvard dirigido por el doctor Adrian Bejan presenta un argumento basado en la física del procesamiento de señales neuronales: su hipótesis es que, con el tiempo, la velocidad a la que procesamos la información visual se hace más lenta y esto es lo que hace que el tiempo “se acelere” a medida que envejecemos.
Cuando nos hacemos adultos, afirma Bejan, el tamaño y la complejidad de las redes neuronales de nuestro cerebro aumenta, así que las señales eléctricas deben atravesar mayores distancias y, por lo tanto, el procesamiento de señales lleva más tiempo; además, el envejecimiento hace que nuestros nervios acumulen un daño que ofrece resistencia al flujo de señales eléctricas, lo que aletarga aún más el tiempo de procesamiento. Entonces, es como si de jóvenes filmáramos la vida al doble de velocidad y el cerebro fuera como una cámara lenta que captura miles de imágenes por segundo y el tiempo pareciera pasar más lento.
Todo esto me hace pensar en mi propia experiencia, sobre todo en esa etapa muy temprana cuando ya tenía consciencia de mí mismo, pero aún no iba a la escuela; entonces, libre de toda obligación, cada día era como una maravillosa e impredecible aventura en la que podía correr, jugar, leer, recorrer todos los cuartos, esconderme bajo las camas, ver televisión y fantasear cuanto quisiese, e inventaba universos y epopeyas enteras con soldados de plástico que luchaban contra las hormigas del jardín de la abuela. Y, sí, es como si esas imágenes hubieran quedado permanentemente cinceladas en el fondo de mi cerebro.
¿Cómo recuperar, entonces y en esta vida adulta, ese asombro que dilataba el tiempo y hacía de cada día una odisea inexplorada y de cada experiencia, un suceso inolvidable? Si bien nada puede hacerse contra los efectos del tiempo en nuestros circuitos neuronales, sí podemos tomar un tiempo para reflexionar y asimilar cada vez que tenemos una experiencia significativa, que puede ser desde el nacimiento de un hijo hasta abrir la ventana al despertar y toparte con un hermoso amanecer. Esto hará que acumules recuerdos únicos y que la sensación de una vida plena y llena de experiencias nuevas disminuya esa terrible sensación de que el tiempo se escurre de tus manos como la arena de un reloj…