¿Por qué recordamos las cosas pasadas mejores de lo que fueron?

¿Por qué recordamos las cosas pasadas mejores de lo que fueron?
Francisco Masse

Francisco Masse

Cuando era niño y vivía en casa de mis abuelos, muchas de mis tardes y noches las pasé escuchando al padre de mi madre, quien a esas alturas era un anciano melancólico y un incansable narrador de su propia vida. Y al final de sus jugosas, divertidas o moralizantes anécdotas, casi siempre con los ojos en lágrimas —que limpiaba sacando del bolsillo su viejo paliacate rojo—, concluía que aquellos tiempos, esa ciudad que él conoció y la gente que ya no vivía habían sido mejores que lo poco que él alcanzaba ya a ver del presente.

Casi medio siglo después de que mi abuelo declarara su amor por sus recuerdos de ese modo, muchas veces me sorprendo a mí mismo haciendo lo mismo, aunque con otras palabras: “Cómo extraño cuando todos mis tíos y mis primos nos reuníamos en casa de mis abuelitos: ¡eso sí era unión familiar!”, o “¿Se acuerdan de que, en los ochentas, sí nos arreglábamos para salir? No como los jóvenes de hoy, que entre más fachosos, ¡mejor!”. Y no sólo eso: con frecuencia me siento hastiado de mi tendencia a que los días, las experiencias y los viajes, los disfruto mucho más cuando los recuerdo que cuando los estoy viviendo.

...los disfruto mucho más cuando los recuerdo que cuando los estoy viviendo...

Eso me sucede con mayor frecuencia e intensidad los domingos, que —como sugerí en el párrafo anterior— eran los días de la convivencia familiar; pero, en mi caso particular, no sólo añoro la emoción anticipada de que “iban a ir los primos”, el goce que me daban los juegos en el patio o la comida deliciosa de mi abuela sazonada con las pláticas picarescas de mis tíos y tías: lo que más quisiera resucitar y volver a vivir es esa sensación de dicha, paz y plenitud que sentía de niño en un día como ese, cuando desde mi perspectiva “todo estaba bien”… y la alegre música de fondo —Richard Claydermann, Ray Conniff o Herb Alpert & The Tijuana Brass, quizá— estaba siempre ahí para confirmarlo.

“Entonces, ¿estoy condenado a disfrutar la vida a posteriori? Es decir, ¿a ser un coleccionista de recuerdos cuyo goce será exclusivamente de modo retroactivo, como quien mira la bóveda estrellada y se da cuenta de que las luces que admira son sólo la huella de algo que sucedió hace literalmente millones de años?” —me pregunto en una de esas tardes en las que me siento harto de mí mismo y de mis derrotas ante la ira, la depresión y la autocompasión—. “¿O habrá alguna manera de sacarle fotos instantáneas a la felicidad y de no tener que esperar a llegar a casa, revelar el rollo y ampliar las fotos para mirarlas y, hasta entonces, sentirnos dichosos al verlas, como hacíamos hace algunas décadas?”.

..."sacarle fotos instantáneas a la felicidad"...

En inglés existe un concepto que se llama rosy retrospection, que a grandes rasgos podría resumir como una especie de trampa mental o sesgo cognitivo que provoca que sólo recuperemos —muchas veces, de forma exagerada— las partes agradables de un recuerdo; en otras palabras, como dice el título de este texto, debido a este fenómeno psicológico en general todos recordamos las cosas buenas mucho mejores de lo que fueron.[1]

Según los psicólogos, existen diversas explicaciones de la rosy retrospection, pero la más práctica es que cada vez que imprimimos un suceso importante en nuestra mente y nuestro cerebro, por ahorro de espacio prescindimos de los detalles sin significación emocional, por ello la memoria conserva un recuerdo depurado del hecho. Por ejemplo, de un viaje en el que subiste una montaña, quizá recuerdes una y otra vez la satisfacción que sentiste al llegar a la cima, pero casi nunca lo que sucedió el resto del tiempo: un autobús incómodo con un niño tosiendo en el asiento de al lado, el calor extenuante en la subida, el hotel de regular calidad, los mosquitos y la cantidad de turistas que había en el sitio.

Otra ventaja evolutiva, o al menos eso señalan los expertos, es que este tipo de memoria selectiva hace menos probable que el recuerdo de las molestias, el miedo o el dolor eviten que volvamos a someternos a experiencias extremas pero vivificantes o de trascendencia vital, tales como el mencionado ascenso a la montaña, un parto, las desveladas previas a un examen, el dolor de un tatuaje o el terror de lanzarse en paracaídas.

Todo eso me hace pensar que ese rasgo melancólico que a través del tiempo comparto con mi abuelo es algo común a la especie; a veces se exacerba, pero de ningún modo está mal, pues dicha respuesta emocional ante la contemplación del pasado en ningún caso nos distrajo o nos impidió cumplir con nuestros trabajos y obligaciones sociales o familiares. Y una utilidad final es que, con reveses y todo, quien gratamente atesora esas páginas del pasado, al mirar hacia atrás tiene la sensación inequívoca de haber vivido una vida plena.

Al ser consciente de eso, quizá sea menos probable que me vuelva un viejo cascarrabias, de esos que están convencidos de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Pues, como siempre me digo: si hoy estoy añorando algo que sucedió hace cinco años, seguramente dentro de cinco años añoraré lo que sea que viva el día de hoy; entonces, siempre está la opción de gozarlo hoy para que ese Yo del mañana tenga algo bueno que recordar…

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[1] Un caso contrario es el de los recuerdos traumáticos, en los que la parte dolorosa o repulsiva tiene un mayor peso y perdura con un impacto emocional intenso durante un periodo mucho más largo.

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