¿Por qué tanta gente cree en teorías conspirativas?

¿Por qué tanta gente cree en teorías conspirativas?
Francisco Masse

Francisco Masse

Miscelánea

Un fantasma recorre internet. En los últimos meses, las noticias falsas, la desinformación y una gran cantidad de teorías conspirativas en torno al origen y la propagación de la pandemia de coronavirus inundan nuestras redes sociales y llegan hasta los dispositivos en nuestros bolsillos en forma de memes, videos, fake news, cadenas de WhatsApp y comentarios de nuestros contactos.

Nadie parece estar exento de ello: desde personas con educación básica hasta quienes han leído cientos de libros o tienen un doctorado, gente “de a pie” o celebridades como Miguel Bosé y Lorena Herrera, han salido a sus redes “a revelar lo que los gobiernos y las corporaciones no quieren que sepas”. Pero, ¿a qué se debe que la gente crea en estas teorías?

Antes de entrar en materia, quisiera hacer un par de aclaraciones. La primera, que de ningún modo apoyo el enfoque cientificista, que propone que un conocimiento sólo es válido si se obtiene por métodos científicos, pero sí sostengo que esta pandemia es causada por la propagación de un virus y que el estudio de este fenómeno —y del modo de evitarlo— corresponde a la ciencia médica.

Lo segundo es que, aunque puedan parecer divertidas o inofensivas, las teorías conspirativas son peligrosas: los antivacunas y quienes propagan rumores sobre ciertos grupos étnicos o facciones políticas, o afirman la existencia de remedios milagrosos, pueden ocasionar conductas peligrosas y hasta mortales, ataques violentos injustificados o una mayor propagación de enfermedades.

¿Un nuevo orden mundial?

Desde hace siglos, en tiempos de incertidumbre o luego de eventos traumáticos que afectan a una sociedad, es común que surjan explicaciones alternativas a la realidad o, dirían algunos, a la “narrativa oficial”. Estas teorías normalmente son difundidas por gente que aborda problemas complejos a través de la excesiva simplificación y de la identificación de la entidad a la que hay que culpar, ya sea “el gobierno”, “las farmacéuticas”, Bill Gates o “los chinos”.

Graffiti expresando una teoría de conspiración acerca del virus COVID-19

(Commons.wikimedia.org – Fotografía de Ethan Doyle White)

En tiempos del social media, estas afirmaciones corren como regueros de pólvora en un día con mucho viento. Su inquietante mensaje podría resumirse en una frase: una élite anónima, malévola y poderosísima busca destruir el mundo como lo conocemos e imponer un “nuevo orden mundial”.

Este fenómeno no es nuevo: a lo largo del siglo XX, eventos trágicos como el 9/11, la aparición del sida o magnicidios como el de Kennedy o de John Lennon, hechos históricos como los campos de concentración nazis y la llegada del hombre a la Luna en 1969, o hasta la simple forma de nuestro planeta o la eficacia de las vacunas, han sido objeto de teorías conspirativas.

Esto ha llamado la atención de psicólogos y otros científicos que han buscado rasgos comunes entre la gente que crea y propaga rumores de conspiración, así como explicaciones sociales a dicho fenómeno.

Uno de ellos es Jan-Willem van Drooijen, de la Universidad de Wageningen en los Países Bajos, quien en un estudio encontró que las personas con un menor nivel educativo eran más proclives a creer en teorías conspirativas, pues la educación formal fomenta el pensamiento analítico, el cual permite descomponer, categorizar y analizar la realidad hasta sus componentes más pequeños, y se basa en evidencias y no en emociones.

Sin embargo, en el mismo estudio Van Drooijen halló rasgos de personalidad independientes al nivel educativo de la persona: además de la creencia en soluciones simples, están la sensación de impotencia ante un mundo que resulta amenazante y la de falta de control ante los sucesos de la vida.

En otras palabras, ante el caos uno necesita hallar cierto consuelo. Y esto es justamente una de las retribuciones que brindan ciertas teorías conspirativas: en un mundo complejo, caótico y terrible en apariencia, es más fácil y reconfortante creer que “alguien” en específico tiene la culpa.

Extraterrestre reptiliano

En el mismo sentido van los hallazgos de Richard Moulding, de la Universidad Deakin, quien encontró que la sensación de impotencia y el aislamiento social —como quienes conviven más con su smartphone que con gente real— se reflejan en una desconfianza en las normas sociales y en las fuentes de información, que en este caso podrían ser “el gobierno” y “los científicos”.

Al no considerar legítimas las fuentes oficiales y sentirse socialmente aislada o excluida, la persona hallaría en grupos conspiracionistas un sentido de pertenencia y de comunidad, el cual a menudo se asocia con sus filiaciones religiosas, políticas o hasta familiares. Así, será más fácil creer en el sacerdote, el presentador de TV o en la tía que en las autoridades sanitarias.

Lo anterior tiene un matiz importante: el clima político que se vive en el mundo actual, con un acendrado conflicto entre las facciones conservadoras —vinculadas a las iglesias, los valores tradicionales y el control gubernamental— y liberales o progresistas, tanto en México como en el mundo, ha convertido ciertas realidades científicas en una cuestión de postura política: ahora importa más estar con “los tuyos” o condenar a “los otros” que escudriñar la realidad.

Yo sé algo que tú no…

Por otro lado, el investigador francés Anthony Lantien, de la Universidad de París Nanterre, en un estudio titulado “I Know Things They Don’t Know”, da otra pista sobre el perfil que buscamos: la necesidad de sentirse especial. Según sus propias palabras, “las personas que creen en teorías conspirativas pueden sentirse ‘especiales’ en un sentido positivo porque creen que están más informadas que otras acerca de eventos importantes”.

Así pues, la sensación de poseer supuesta “información importante”, secreta, relevante y que ha sido ocultada a otros hará que el individuo se perciba a sí mismo como “superior”, más crítico o “menos manipulable” que el resto. También entra en juego el efecto Dunning-Kruger, del que ya se habló en Bicaalú.

Uno podría pensar, entonces, que es una cuestión de ignorancia o de falta de información, pero hay quienes no lo creen así. Por ejemplo, Quassim Cassam, de la Universidad Warwick en Coventry, afirma que es la forma en cómo se interpreta el gran volumen de información que se tiene a la mano y cómo se reacciona ante ella lo que determina nuestro “nivel conspirativo”.

Cassam habla de “virtudes” y de “vicios intelectuales”, entre los cuales se hallan el prejuicio, el descuido, la negligencia y la influenciabilidad, que haría más fácil creerle a Miguel Bosé que al doctor Tedros simplemente porque es más famoso.

En algunos extremos, la necesidad de sentirse único y los vicios intelectuales conducen a algo que los psicólogos llaman esquizotipia, que en palabras simples sería algo como las escalas de grises entre la cordura y la locura. Gente con trastornos narcisistas, delirios de grandeza, paranoia y la sensación de que “un mundo nos vigila” podrían tener una equivocada percepción de profundidad y trascendencia en afirmaciones que resultan inverosímiles a simple vista.

¿Y qué decir a tus amigos conspiranóicos? En un artículo para Business Insider, el psicólogo John M. Grohol afirma algo tajante: las teorías conspirativas son creadas y propagadas por la gente, no por los hechos. Entonces, creer o no en ellas depende de en quién o quiénes confía la persona, de su estructura de pensamiento y de sus miedos, y no de la razón, las cifras y datos; así, discutir con ella y confrontarla con los hechos normalmente conducirá al rechazo, a la repetición irracional de dogmas y, en muchos casos… a la pérdida de la amistad.

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