El pasado 2 de marzo de 2022, se celebró el Miércoles de Ceniza, uno de los días con mayor carga espiritual para los católicos de todo el mundo. Al decir esto, me doy cuenta de que la mayoría en automático suele endilgar el adjetivo espiritual a todo lo que tenga que ver con algún tipo de culto. Y como hoy ya no están muy de moda las religiones institucionalizadas, la espiritualidad se asocia a creencias y prácticas como el yoga, los ángeles o la Ley de atracción. Pero, ¿qué significa realmente ser espiritual?
Hace algunos años, cuando el gerente administrativo de la empresa donde trabajaba me llevaba de aventón al centro de Querétaro, tuve dos de las conversaciones más reveladoras de toda mi vida. Dicho gerente, que era ministro cristiano, me preguntó si alguna vez había leído la Biblia. Yo contesté que sí y él, enseguida —casi puedo asegurar que sin siquiera escuchar mi respuesta— se siguió de filo con lo que, a mi juicio, pareció un diálogo aprendido a la fuerza para una obra escolar.
“La Biblia es como el instructivo que traen incluido los electrodomésticos: en ella puedes encontrar el manual de cómo funciona la vida y la solución a todos sus problemas”, dijo y, enseguida, me recitó con exactitud —supongo—, algunos versículos del Éxodo, de los Evangelios, varios más de las Cartas de San Pablo y finalizó con unos fragmentos escalofriantes del Apocalipsis.
Días después, cuando nuevamente acepté el aventón —siempre he preferido resignarme a las situaciones incómodas que soportar dos tortuosas horas de transporte público hasta la casa—, la conversación dio un giro inesperado. No me viene a la memoria cómo rayos llegamos hasta ese punto, pero yo expresé mi enojo sobre la actitud de las potencias mundiales que usan a países en desarrollo para obtener mano de obra barata, destruyen el medio ambiente local y obtienen beneficios abusivos que en sus propias naciones serían imposibles, pues sus leyes son más justas. El gerente, visiblemente molesto —la empresa donde ambos trabajábamos es estadounidense—, justificó esa actitud con una frase tan estereotipada como desconcertante: “Business are business and money is money”; o sea “Negocios son negocios y dinero es dinero”.
Pasmado, me pregunté dónde había quedado el fervoroso cristiano de unos días atrás, el que señalaba con celo inamovible que los líderes “deben ser hombres respetables, que nunca falten a su palabra… ni deben desear ganancias mal habidas. Deben apegarse a la verdad y vivir con conciencia limpia” (1 Timoteo 3:8-13). Me pregunté también cómo es que alguien que se hace llamar cristiano podría aprobar que se destruya el medio ambiente, una creación infinitamente hermosa que, según la propia Biblia, Dios hizo “buena y perfecta” (Génesis 1:31).
En ese momento llegué a una conclusión muy personal y contundente: la espiritualidad nada tiene que ver con creencias o religiones, sino con la actitud que uno toma frente a la vida, las relaciones interpersonales y el mundo. Por eso, creo que una persona religiosa puede ser espiritual, pero una persona espiritual no necesariamente tiene que ser religiosa.
Mi muy personal idea es que las personas realmente espirituales no se preocupan tanto por los credos, los catecismos, los rituales y las formas externas como por la capacidad de observar el alma de las cosas —es decir, su esencia— y de maravillarse ante un mundo que rebosa de hermosos, fascinantes e inabarcables misterios.
Para mí, espiritual es quien queda embelesado ante el amanecer o cualquier otro espectáculo gratuito de la naturaleza; quien sonríe satisfecho al contemplar, a través de una ventana, a una pareja de ancianos abrazarse con fuerza. Pienso que ser espiritual es encontrar el sabor de Dios en una cucharada de duraznos en almíbar con crema. Espiritual es quien ve el potencial en un diente de león, el que disfruta con consciencia de una buena cerveza en compañía de sus amigos o encuentra una respuesta innegable para una pregunta vital en el número de la matrícula de un auto cualquiera.
Espiritual es aquel que ama el olor de las jacarandas, del pasto recién cortado o el de la tierra empapada después de un chaparrón. Es quien no se guarda los “Te amo” a quienes en realidad estima —incluyendo al que le devuelve la mirada en el espejo—; es el o la que, con una amplia sonrisa, dice “Gracias” al muchacho que le llenó el tanque de gasolina o a la mujer que le trajo la comida en el restaurante.
Espiritual es quien dice un “No” rotundo a su jefe cuando le pide quedarse horas extra porque sabe que, antes que nada, se debe respeto a sí mismo, un buen descanso y especial atención para ser espiritual. Es quien encuentra mensajes divinos no sólo en el Corán, la Torá o cualquier otro libro sagrado, sino también en una novela de Harry Potter o en una película de las Wachowski. Ser espiritual significa enojarse, estar triste o recordar el pasado con alegría y saber que eso no le quita a nadie su espiritualidad.
Desde luego que ese amor, esa fascinación y ese asombro infantil por la vida y el mundo estuvieron presentes en seres como Mahatma Gandhi, Teresa de Calcuta o Martin Luther King. No obstante, yo veo los mismos atributos en un divulgador de la ciencia tan ateo como Carl Sagan. Es suya la frase con la que quiero concluir este artículo. Sé que jamás estará en las páginas de un libro sagrado, pero no por eso deja de ser una alegoría intensamente poética y espiritual: “Somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas. Somos la forma en que el universo se piensa a sí mismo”.