
Los lápices de colores y el olor de la cera de las crayolas significan poco o nada en la vida adulta, aun cuando en el pasado pudieran haber propiciado horas de entretenimiento frente a la hoja en blanco. Quizás en algún momento el niño se dijo “No soy bueno dibujando” y cedió su lugar a quienes consideraba realmente talentosos, perdiendo así un medio por el cual aprendía y transformaba el mundo. Volver a dicho hábito infantil puede no ser un escenario ideal para todos, pero para quienes esta actividad resultaba sumamente placentera, un reencuentro con ella podría traer interesantes beneficios a su rutina.
Primero hay que decir que los libros para colorear ya no están dirigidos exclusivamente a los infantes: bellas ilustraciones de célebres ciudades e intrincados mandalas esperan ser coloreadas por el adulto estresado en su búsqueda de paz. Por otro lado, si bien los juegos de los libros de actividades —que contienen crucigramas y sopas de letras, entre otras— han ganado popularidad por sus propiedades relajantes y de fomento a la agilidad mental, no estimulan la creatividad. Ahora, de vuelta a los libros de colorear, cabe mencionar que el trazo libre se ve muy limitado por las figuras ya propuestas, y aunque se puede tomar un lápiz para agregar detalles a lo ya impreso, el placer de tener toda la responsabilidad de un dibujo no tiene parangón.
Salir a observar con detenimiento para después bosquejar libremente es darle carácter a lo que antes parecía insignificante a nuestro alrededor. Además, al notar los detalles del mundo y representarlos a la manera de uno, se recupera el sentido de lo cotidiano. Un edificio de oficinas, por ejemplo, puede parecer un desangelado manchón gris, pero al dibujarlo es posible resaltar aquello que lo hace bello o desagradable.
Los niños plasman lo que ven. No necesitan pensarlo mucho, cualquier cosa es digna de su inventiva y no existe la timidez al momento de crear. En una hoja tamaño carta, un infante puede plasmar una ciudad completa donde los ángulos inusuales desde los que se miran los objetos, o la carencia de dimensiones y planos, fascinarían al mismo Henri Matisse. Con base en lo anterior, es un error creer que para dibujar hace falta tomar lecciones formales, pues bajo la excusa de no “ofender al arte” se le deja de lado como actividad recreativa, terapéutica, expresiva…
El hecho de no conocer los fundamentos técnicos del dibujo nos orilla a encontrar maneras creativas de representar las cosas. El dibujo tendrá, pues, momentos en los que requerirá de habilidades para resolver problemas de distribución espacial. Sin embargo, éstos distarán mucho de los que agobian a un arquitecto que trabaja en un plano, pues para nosotros el dibujo constituirá un acto libre en el que no es necesario ser fieles a la realidad o a requerimientos prácticos. Si el niño puede optar por representar un objeto o situación en un solo plano —al más puro estilo medieval—, el adulto que dibuja ha de recordar esta posibilidad y no sentir temor al transformar lo que observa. Por ejemplo, si el edificio de oficinas que te dispones a esbozar te parece realmente imponente, ¿por qué no solamente ocuparse de una parte, como si no cupiera en la hoja, o hacerlo ver diminuto y desolado en la blancura del papel? O, ¿qué te impide torcerlo en espiral si así lo deseas?
Dominar el terreno de la realidad es sentirse libre para transformarla, y esto sucede cuando el dibujo se entiende como una representación personal: basta con esbozar en el papel lo que uno siente que ve, teniendo en cuenta que al trasfigurar la objetividad se abren las puertas a nuevos caminos creativos. Y los niños son un ejemplo perfecto de lo anterior: ¿de dónde salió el plátano bailarín de tap?, ¿o ese caballo verde que galopa entre nubes aunque no tenga alas?, ¿y esa “cosa”?… Una imaginación sana puede llevar a los niños a lugares que se distancian por mucho de los típicos dibujos de casitas y personas. No obstante, todo comenzó con una fuente de inspiración: la fruta danzarina fue vista, inmóvil, en la cocina; el equino no era más que uno de los habitantes de un rancho cualquiera; y “esa cosa” —que parece no venir de ninguna parte— tiene las patas de una cucaracha, el cuerpo de un kiwi, ojos de luna y hocico de cerdito. Ahora piensa: ¿cómo se verían unas macetas con flores asomándose en la azotea del edificio de insípidas oficinas?
Una vez que se agrega lo que no está realmente allí, no hay vuelta atrás: todo es posible. ¿Cómo no desear un dragón durmiendo en el campanario de la catedral, si ya se tuvo el atrevimiento de embellecer una construcción tan interesante como una caja de zapatos? Si el trazo en sí mismo ya era una manera de adueñarse del mundo, añadir lo que se desearía que estuviera ahí es potenciar exponencialmente esa sensación de pertenencia. Además, así como el niño dibuja lo que conoce imprimiéndole su muy particular perspectiva, el adulto revive o resignifica sus conocimientos o estados internos, al tiempo que despierta su imaginación y saca a su entorno del anonimato.
El dibujo es un arte que no toma por la fuerza lo que reclama; con delicadeza y paciencia, se abre camino entre lo que se juzga objetivo y lo que se pasa por alto. Por otro lado, requiere de observación y de la propia capacidad para recomponer lo que se ve a simple vista, pues el objetivo no consiste en fotocopiar la realidad, sino en interpretarla y expresarla desde la subjetividad. Para ello quizás haga falta reconciliarse con las crayolas de la infancia, acercarse a ellas sin pretensiones de artista, con el simple deseo de conocer el mundo a través de la cera de colores. Sin el rigor de las proporciones o el sombreado, se gana la libertad de explorar el mundo dirigiéndose a donde uno guste, ya sea hacia el apego a la realidad —en la medida de lo posible— o hacia la fantástica improbabilidad.
