La única diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco.
Salvador Dalí
No soy germófobo; es decir, no sufro de un miedo patológico a los gérmenes, una condición emparentada con el trastorno obsesivo-compulsivo que impide librarse de pensamientos como “¿Tendré bacterias en mis manos?”, los cuales sólo se aplacan con actos compulsivos como lavarse las manos una y otra vez.
Pero, después de vivir más de dos décadas con una esposa obsesionada con la limpieza, uno aprende a acomodarse a las prácticas de la otra persona e incluso a justificarlas. Aunque no descarto que esas fijaciones sean de mi autoría, el haber adoptado ciertos hábitos por decisión y no por obsesión es, como a Dalí, lo que me diferencia de un germófobo —lo cual, en este 2020, agradezco.
De hecho, creo que muchos podríamos adoptar del mismo modo la frase de Dalí. ¿Por qué? Pues porque lavarse constantemente las manos, evitar lugares donde podría haber gérmenes, evitar el contacto físico, limpiar obsesivamente las supercicies, no compartir objetos personales y sentir miedo intenso a contagiarse son hábitos que distinguen a un germófobo pero, ahora que el riesgo es real, no provienen de una compulsión sino de una decisión racional.
Creo en una herramienta muy desaprovechada: la imaginación. Y es que, con la suficiente información científica, ésta puede indicarnos cómo actuar. Pongamos un ejemplo: a la salida del súper veo a un grupo de taxistas platicando, algunos con cubrebocas y otros sin ellos, y sé que el virus pasa de una persona a otra a través de gotas minúsculas que expulsamos al respirar y hablar, y que una persona infectada del virus puede no presentar síntomas pero sí transmitirlo.
Usando la imaginación, veo una nube potencialmente infecciosa que sale de las bocas de estos señores. ¿Qué opciones tengo? Una sería reportar el hecho al personal que contrató el municipio para vigilar que se cumpla la sana distancia; otra opción es tomar un camino más largo pero sin gotas de saliva que puedan caer en mi ropa, mi cubrebocas, mis compras y mis ojos, puesto que las gafas no los protegen totalmente. Opto por esta opción, más rápida y sin contratiempos.
Imaginando el probable virus de un color escandaloso, es muy fácil hallar fallas en el modo que la gente se protege. Por ejemplo, hay quienes usan el cubrebocas con la nariz de fuera, quizá porque sienten que se sofocan, pero eso es un grave error: si estuvieran infectados, estarían esparciendo el virus al respirar. Usarlo de ese modo es casi lo mismo que no usarlo.
Hay más que decir sobre el cubrebocas: de entrada, que uno debe evitar a toda costa estar tocándolo sin haberse lavado las manos, pues podemos estar recogiendo virus con los dedos y poniéndolos justo frente a nuestras narices. También hay que evitar usar cubrebocas elaborados con ropa vieja, ya que la tela porosa, no impermeable, al humedecerse por las gotas que salen de la boca, puede dejar pasar el virus al otro lado.
Ahora bien, imaginemos cómo podría ser el regreso a la “nueva normalidad”. Quizá los diseñadores de moda, en lugar de corbatas y mascadas, empezarán a incluir cubrebocas como accesorios en sus outfits. Y quizá caerán en desuso hábitos como el saludo de mano: después de todo, ya no estamos en el medievo ni necesitamos ver si nuestro contrincante trae un arma oculta bajo la manga.
Los centennials, esa generación que florecerá en los años post-covid, se acostumbrarán a una mayor distancia interpersonal, y hablarán a un volumen bajo y un poco de lado. También habrá mayor consciencia en temas de salud: la gente se va a lavar las manos más seguido y portará frascos de gel antibacterial como parte indispensable de los objetos de uso diario de cualquier persona civilizada.
También, la gente preferirá alejarse de extraños, en especial si no lucen sanos. Sin descartar casos de discriminación por la apariencia, el común será evitar en lo posible situaciones indeseables, tales como quedar arrinconado en el metro frente a alguien que tose sin cubrebocas.
Poco a poco, la gente se acostumbrará al ritual de limpieza al llegar de la calle: desinfectar y dejar las llaves en su sitio designado, cambiar los zapatos y poner la ropa de calle en una bolsa plástica. Con la costumbre, en unos meses tendremos todo listo y a la mano para sanitizar todo aquello que venía de afuera y que, potencialmente, traiga la presencia indeseable del coronavirus.
Pero quizás el cambio más importante, y el menos probable, sería que dejáramos de ser tan egoístas. Estos meses nos han enseñado que el “Yo estoy bien” no es suficiente: aquí tenemos que llegar todos o no habremos llegado bien. Con una sola persona que no siga las indicaciones, puede infectarse toda una familia, toda una comunidad o hasta toda una ciudad.
Si, como es de esperarse, un día se hace una película acerca del 2020, es muy probable que aparezca la mujer coreana que, desoyendo las indicaciones sanitarias, fue a la iglesia, al restaurante y al bar y terminó contagiando a más de mil personas. En ese hipotético filme, imagino una escena en la que una manzana tiene al virus ahí, esperando que demos la mordida y, a centímetros de la boca, nos acordamos y vamos a lavar la manzana con agua y jabón.
Cambio de escena: el bicho siendo diluído y arrastrado por el jabón hasta el desagüe. ¡Otro más en que no pudo lograr su cometido! Seamos desde ahora los héroes anónimos que desactivan la bomba viral, un heroismo anónimo pero totalmente necesario.