
¿Estamos solos en el universo? Esta pregunta ha sido contestada de modo hipotético de múltiples formas, desde las fantasías más alucinantes e inocentes —como las múltiples especies alienígenas sospechosamente antropomórficas de la franquicia Viaje a la estrellas— hasta las más estrambóticas, como las que consideran la posibilidad de que la vida inteligente en otros mundos pueda no estar basada en el carbono, como en la Tierra, y sea capaz sobrevivir en nubes de metano, o que de hecho ya hemos sido visitados y actualmente estamos siendo observados desde algún rincón de la cuarta o quinta dimensión, más allá de lo que nuestra percepción tridimensional puede captar.
Recuerdo la emoción singular que embargó a la mayoría de los lingüistas que, al mirar el largometraje La llegada (2016), se sintió reivindicada pues, ¿quién mejor para comunicarse con una nueva civilización que los especialistas en desentrañar las estructuras, reglas y excepciones de las lenguas del mundo? En este punto, vale la pena preguntarse: ¿qué tan preparados estamos para descifrar un lenguaje que no se desarrolló desde la corporeidad terrestre, orgánica y humana? Si ni siquiera hemos logrado comunicarnos significativamente con especies como los delfines, que no usan dedos para contar, pies para andar o el aire como medio para que se diseminan los mensajes orales, ¿estamos siendo demasiado optimistas en este sentido?
Discusiones y esoterismos aparte, la comunidad científica ha tomado esta pregunta seriamente y, aunque hasta ahora no se ha hecho público ningún indicio irrefutable de contacto con algún entidad exobiológica, las voces más optimistas hablan de unas pocas décadas antes de que esto ocurra.
Pero antes de entrar en detalles, consideremos la Paradoja de Fermi. En 1950, durante una charla informal en el Laboratorio Nacional de Los Alamos en la que se hablaba de una oleada de avistamientos de objetos voladores no identificados (OVNI), el físico Enrico Fermi de pronto exclamó: “Y, ¿dónde están todos?”, haciendo referencia a la disparidad entre la probabilidad estadística de la existencia de vida en el resto del universo y la falta de pruebas de su existencia.
En 1975, Michael H. Hart publicó un análisis detallado de dicha paradoja. Los números son los siguientes: hay cerca de 400 mil millones de estrellas en la Vía Láctea, nuestra galaxia; de éstas, 20 mil millones tienen características similares a las del Sol, y muchas son más antiguas que nuestro sistema solar; existe una gran probabilidad de que alrededor de estas estrellas orbiten planetas similares a la Tierra, que se calculan en unos 4 mil millones; dichos planetas, para ser aptos para la vida —tal como la conocemos—, deben orbitar sus estrellas en la llamada “zona de ricitos de oro”: así como la sopa de Papá Oso estaba muy caliente, la de Mamá Osa, muy fría, y sólo la del osito estaba al gusto de la caprichosa protagonista de ese cuento infantil, si la Tierra estuviera un poco más cerca o más lejos del Sol, la vida no habría sido posible en ella.
Si la Tierra es un planeta típico, es viable que en alguno de esos 4 mil millones de planetas se haya desarrollado la vida. De entre estas supuestas formas de vida, algunas podrían haber llegado a la etapa de viajes interestelares —a la cual nosotros hemos entrado ya, aunque de manera incipiente—, en la que la Vía Láctea podría ser recorrida en unos cuantos millones de años. Y aunque los números se reducen con cada variable, al final sigue existiendo un número considerable de posibles civilizaciones extraterrestres con las cuales podríamos habernos topado: cien millones, según estimaciones de la NASA. Y entonces, como dijo Fermi, ¿dónde está todo el mundo?
A la cuenta de los planetas que podrían estar en la “zona de ricitos de oro” y en los que la conjunción de materiales y condiciones resultaron en vida, tal y como la conocemos, debemos añadir la coincidencia temporal en el desarrollo de nuestra civilización y la alienígena.
Por ejemplo, nuestra existencia podría haber sido revelada a culturas extraterrestres gracias a las ondas de radio que han sido emitidas a la atmósfera y más allá de ella desde que, a principios del siglo XX, Marconi sentó las bases de la radiocomunicación —y que hace poco fue sustituida casi en su totalidad por lo que se dio a conocer como “apagón digital”. Un siglo de señales de radio podría ser captado por una civilización que pueda interpretarlas y descubrir que no se originaron de modo natural, pondría una flecha en nuestra dirección en el mapa estelar de otras formas de vida.
Sin embargo, dentro de las distancias y tiempos del universo, una centuria es apenas un parpadeo, así que la coincidencia de que los otros estén listos y tengan sus antenas apuntadas en nuestra dirección con la intención y el interés de escucharnos, sería digno de celebrarse con la famosa canción de trova mexicana: “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”.
No obstante, los científicos no cesan en su intento de contestar la pregunta. Instituciones como el SETI —siglas en inglés del programa de búsqueda de inteligencia, fundado por Carl Sagan y Jill Tarter— han hecho su mayor esfuerzo desde hace casi cuatro décadas. El programa sigue en pie y con más optimismo que nunca. El astrónomo Seth Shostak, uno de sus principales portavoces, tiene tanta confianza en que encontraremos no sólo vida, sino vida inteligente dentro del próximo cuarto de siglo, que dice estar dispuesto a invitar una taza de café a toda la humanidad si eso no ocurre. Sí, cerca de setenta y seis mil millones de tazas.

Es muy probable que Shostak no tenga que acabar con las reservas mundiales de café para pagar su apuesta: cada vez es más frecuente saber sobre indicios de que hubo agua en Marte o, incluso, de que por debajo de capas kilométricas de hielo aún existe agua en ese planeta vecino; pero eso sólo sería posible si dicho lago estuviera recubierto con un material similar a los vasos de unicel, con el que se podría aislar el agua de las temperaturas bajo cero de su alrededor, que la convertirían en hielo, y eso explicaría por qué ha sido tan difícil detectarla antes. Pero no, Shostak no sólo apuesta a encontrar una colonia de microbios de origen no terrestre, sino una prueba indubitable de seres con la voluntad y la intención de enviar un mensaje en una botella al mar estelar y que las mareas siderales la traigan hasta nuestras costas.
Una última consideración: si dicho mensaje en una botella hubiese viajado durante unos quinientos años y provenido de un planeta girando alrededor de una estrella dentro de nuestro vecindario, y nosotros al recibirlo pudiésemos mandar una mensaje de respuesta diciendo: “Hola, recibimos su mensaje, ¿cómo están ustedes?”, la conversación tardaría en completarse un milenio terrestre. Ese es quizá nuestro mayor obstáculo: las distancias inconcebibles y los tiempos gigantescos que tardaría un mensaje o viajero en recorrerlos.
