
Una conocida frase dice que “los buenos artistas copian, pero los grandes artistas roban”. Esta máxima, atribuida a Pablo Picasso —aunque como buen ladrón de ideas que era, él también la tomó de alguien más, en este caso del poeta estadounidense T. S. Eliot—, resume en pocas palabras una verdad incómoda: casi nada de lo que creemos original, realmente lo es.
Desde la época de las cavernas hasta la era de Silicon Valley, la historia de las invenciones humanas no ha sido una serie de golpes de genialidad, sino un desfile de apropiaciones bien hechas. Lo que cambia no es la idea, sino la forma de vestirla: así nacieron el Renacimiento, la Ilustración, el rock & roll y prácticamente todo lo que en algún momento consideramos innovador. En el fondo, el arte de robar con dignidad consiste en tomar algo ajeno, entenderlo, mejorarlo y hacerlo propio. Aquí te cuento varias historias que ejemplifican este principio…
El robo que inventó el teléfono… o casi
Pocas rivalidades ilustran mejor el “robo con clase” que la de Alexander Graham Bell y Elisha Gray, los dos genios que presentaron la patente del teléfono… el mismo día. Bell llegó unas horas antes a la oficina de patentes y, gracias a esa ventaja mínima, pasó a la historia como el inventor de ese aparato hoy ya casi en desuso. Gray quedó en la sombra, aunque los documentos indican que ambos trabajaban con principios similares y probablemente se espiaban mutuamente.
Pero la historia no termina ahí: Antonio Meucci, un inventor italiano que había desarrollado un “teletrófono” años antes, no pudo pagar los diez dólares que costaba mantener activa su patente provisional y, por eso, su idea fue literalmente robada por el destino y atribuida a otro. En 2002, el Congreso de Estados Unidos reconoció oficialmente la contribución de Meucci, aunque para entonces el teléfono ya había sido reinventado más de cien veces. Moraleja: la historia la escriben los que presentan la patente a tiempo.

Edison, el gran ladrón de la luz
Un nombre asociado por descarte con la invención moderna es el de Thomas Alva Edison. Pero el llamado “mago de Menlo Park” no usaba precisamente la magia, sino que era un empresario con un talento formidable para mejorar —y, luego, patentar— ideas ajenas. La bombilla eléctrica, por ejemplo, existía antes de que él trabajara en ella, pues el inglés Joseph Swan ya había presentado una versión funcional en 1863. Lo único que hizo Edison fue perfeccionar el filamento y el sistema de distribución eléctrica, y luego se encargó de registrar la patente con más agresividad que su rival. Y no solo eso: contrató ejércitos de inventores en su laboratorio y luego firmaba las invenciones como propias.
En la práctica, Edison fue el primer “curador de inventos” del mundo: un ladrón con presupuesto. Y si hoy lo admiramos, es precisamente porque entendió que el verdadero valor no está en crear algo nuevo, sino en hacerlo útil, reproducible y rentable; en contraste, el serbio Nikola Tesla, un genio romántico que sí creaba desde cero, murió pobre y olvidado. A veces, robar con dignidad también implica saber vender lo que uno se roba.

Steve Jobs: el apóstol del robo elegante
Un siglo después que Edison, Steve Jobs convirtió el robo creativo en una religión. Un ejemplo: en la década de 1970, visitó los laboratorios de Xerox PARC y vio por primera vez un invento revolucionario en computación: una interfaz gráfica con ventanas, íconos y un pequeño ratón para mover el cursor. Xerox, centrada en las fotocopiadoras, no veía gran futuro en esa tecnología… pero Jobs sí lo hizo. Regresó a Apple y convirtió ese principio en el sistema operativo MacOS, que es el corazón de cualquier Macintosh.
¿Fue un robo? Claro. ¿Fue digno? Digamos que Jobs tomó una idea que dormía en el olvido corporativo y la transformó en una tecnología que, implementada de forma masiva, cambió para siempre la relación entre computadoras y usuarios. Bill Gates, por cierto, también “tomó prestada” esa idea para crear Windows.
Shakespeare y el arte del reciclaje narrativo
El robo con estilo no es exclusivo de la ciencia o la tecnología. Por ejemplo, el dramaturgo más celebrado de la lengua inglesa, William Shakespeare, no creó ni una sola de sus historias: Romeo y Julieta está basada en un poema italiano, Hamlet proviene de una leyenda danesa y Macbeth fue tomada de crónicas escocesas. Su genio no estaba en la trama, sino en cómo la contaba. Así, el “bardo de Avon” entendió que las historias pertenecen al mundo, pero la voz con que se narran es única. De hecho, si hoy viviera, quizás estaría adaptando series de Netflix o reescribiendo guiones de Marvel con diálogos más ingeniosos.

De Leonardo a Banksy: el remix infinito
El propio Leonardo da Vinci, epítome del genio renacentista, era un devorador de ideas: estudiaba obsesivamente los experimentos de otros, copiaba sus dibujos y mejoraba sus mecanismos. Su talento residía en observar, combinar y transformar conocimientos ajenos de ingeniería, anatomía, arte y arquitectura en algo mayor que la suma de sus partes.
Dando un salto cuántico al siglo XXI, Banksy y Jeff Koons siguen jugando el mismo juego: uno se apropia de imágenes callejeras o iconos pop y los hace propios, y el otro recicla figuras kitsch en esculturas de lujo, pero ambos son herederos de la tradición de Andy Warhol: robar imágenes con una intención estética o crítica y hacerlo tan bien que nadie se atreva a llamarlo plagio.
Robar para evolucionar
El “robo con dignidad” no es una justificación para plagiar, sino una invitación a entender cómo funciona la creatividad. Innovar no es inventar desde el vacío, sino mirar con ojos distintos o desde una perspectiva diferente aquello que ya existe. En biología, esto se llama “evolución convergente”: distintas especies desarrollan soluciones similares para un mismo problema; en el arte, la ciencia y la cultura, pasa algo similar.
La diferencia entre el ladrón vulgar y el genio está en la transformación. Mientras el primero solo copia, sin entender; el segundo asimila, mezcla y mejora. El creador verdadero no toma ideas para fingir que son suyas, sino para llevarlas a otro nivel. Como dijo David Bowie, otro experto en el arte del robo elegante: “No me interesa ser original. Me interesa ser efectivo.”
En resumen, el progreso humano no está hecho de invenciones puras, sino de robos inspirados. Cada idea es un eslabón en una cadena interminable de mejoras, apropiaciones y reinterpretaciones. Así que la próxima vez que alguien diga que “todo está inventado”, recuerda: sí, pero aún está pendiente reinventarlo todo otra vez.



