Hoy día, cuando muchos platillos “de alta cocina” se ornamentan y embellecen con diversas flores, pétalos y brotecillos que los chefs manipulan con pinzas e instrumental quirúrgico de alta precisión, es necesario profundizar en la florifagia, esta “nueva tendencia gastronómica”que invade las mesas de los restaurantes del mundo, para sorpresa y beneplácito de papanatas [1] , neófitos y gourmands.
Las flores han sido alimento humano desde el inicio de los tiempos. Como parte de los ecosistemas en casi cualquier lugar del mundo, las plantas han estado siempre disponibles, ya sea para complementar la nutrición o aportar el poder tóxico necesario para comunicar al mundo profano con el sagrado. Como sea, el incluirlas en nuestra ingesta no es nada nuevo, aunque la práctica pasó por varios siglos de negación y olvido en algunos rincones del mundo, donde hoy es considerada una novedad.
En el caso de las rosas, quizá la más representativa de las flores ornamentales, sus usos culinarios son en verdad ancestrales: según documentos, se remontan a los antiguos reinos de Persia o la India. Ahí fueron utilizadas como ingrediente y saborizante, algunas veces en su forma física original, otras en su versión sintética de esencias, aceites y “agua”. Esta síntesis se refiere a procedimientos operacionales de la materia aportados por la Al-kimia —la Gran Obra— alrededor del año 1000, y los conocemos como sublimación y destilación por medio del Al-ambiq. Los alquimistas, responsables de legar a los cocineros y chefs del futuro una buena cantidad de conocimientos y técnicas culinarias, se habían propuesto extraer la esencia de las cosas; es decir, tener algo que, habiéndose obtenido operacionalmente a partir de un objeto, no sólo lo representara, sino que fuera el objeto mismo, sin el objeto y su forma física original. Las rosas se convirtieron entonces en “agua” y otras sustancias oleosas que se usaban como base en la perfumería y la medicina. A partir de entonces, el agua de rosas fue un ingrediente muy utilizado en oriente como condimento del arroz o aromatizante de masas, bebidas, cremas y platillos a base de volatería [2] . Con el tiempo, esta idea invadió Europa, gracias a los griegos y los romanos, perpetuándose durante la mal llamada Edad Media, cuando se aplicó en la panadería, la repostería y los platillos de naturaleza dulce, asociada a ese gran descubrimiento que fue el azúcar.
De aquella Europa recién salida de lo medieval y —según sus engreídos nativos— renacentista, llegaron a América las rosas, apreciadas no sólo por su belleza, sino por su simbología mística y masónica. Poco se puede afirmar sobre su entrada a la Nueva España, y menos sobre su inclusión en menesteres culinarios. En aquellos primeros años de la Conquista, todo en la cocina constituyó una negación de lo conquistado y un persistente intento por dar continuidad a aquello que había quedado del otro lado del Atlántico; así que cabe imaginar que aun sin rosas, sus aceites y esencias, fáciles de transportar y en manos de un cocinero con oficio, pudieron aderezar banquetes como el ofrecido por Cortés al primer virrey de Mendoza.
La siguiente referencia a las rosas no es culinaria, sino religiosa —como era de esperarse en aquel lejano siglo XVI—, y se relaciona con el milagro guadalupano en el Tepeyac. El texto náhuatl de la aparición dice que Juan Diego recogió en el cerro flores “variadas como las de Castilla” y no “rosas de Castilla”, pero la tradición ha dado por hecho, en aras de legitimar el milagro, que eran rosas como las que nos interesan —resulta llamativo que en la gastronomía guadalupana no quede rastro del uso de los pétalos de rosa como ingrediente. Más adelante, ya con la planta aclimatada, tanto los pétalos como los derivados alquímicos de las rosas fueron parte de la repostería y los fogones conventuales, así como de sus huertos y boticas. Sin embargo, no sería sino hasta el siglo XIX que el uso culinario de las rosas quedó registrado en los primeros recetarios que vieron la imprenta. El Cocinero Mejicano o Colección de las mejores recetas para guisar al estilo americano, impreso en 1831, consigna en su índice al menos cuatro recetas “de rosas” entre aceites, jarabes, dulces secos —pétalos— y bocadillos de leche —rosa “despuntada”. Más pródigo en este aspecto fue La cocinera poblana o el libro de las familias, que en su edición de 1913 compiló por lo menos seis fórmulas culinarias que involucran el uso de la rosa o sus esencias. En sus páginas descansan —quizás para siempre— recetas de soplillos, cremas, marquesotes, pastas, licores y pastillas aromáticas para el aliento.
La actual florifagia incluye a las rosas en ensaladas, mermeladas y guisados como si se tratara de un gran descubrimiento, pero la humanidad ha comido flores desde siempre: de azafrán, alcaparra, alcachofa y manzanilla en Europa; de calabaza, nopal o biznaga y un largo etcétera en México. Y como un presagio de lo que vendría, Laura Esquivel incluyó las rosas y las emociones ligadas a ellas como elemento poético en una de las recetas de Tita en Como agua para chocolate. Años después, un sinfín de restaurantes las utilizan como parte de sus “artes culinarias”, logrando que las flores comestibles se coticen a precios exagerados. Una muestra del precio del olvido, y del súbito recuerdo, de la historia misma.
Mermelada de pétalos de rosa
Ingredientes
- 250 g de pétalos de rosas rojas orgánicas, sin pesticidas ni abono químico
- 250 g de azúcar
- El jugo de un limón
- 3 cucharadas de agua
- 3 cucharadas de agua de rosas (disponible en farmacias y tiendas gourmet)
Procedimiento
Deshojar las rosas y seleccionar los mejores pétalos. Retirarles la parte blanca, ya que puede amargar la preparación. Lavarlos con agua fría. Secarlos y agregarel jugo de limón. Apretarlos bien para que se impregnen. Dejar reposar durante una hora. Poner al fuego el azúcar, el agua, el agua de rosas y, por último, las rosas impregnadas con limón. Cocer a fuego lento media hora sin dejar de mover, hasta que hierva. Para caramelizar, una vez que hierva debe bajarse el fuego y hacer que bulla al menos tres veces. Enfriar, reposar veinte minutos y envasar.