
Anoche un hombre celebró su cumpleaños número cincuenta. Antier una mamá jugó con su hijo. Hoy alguna chica dará su primer beso. En este preciso momento, en algún lugar del planeta, una pareja experimenta su primer orgasmo. La lista sigue hasta el infinito. Estamos expuestos a millares de experiencias y sensaciones de las que podríamos hablar por horas, pues las compartimos; desde el amor, la camaradería o el placer, hasta la apreciación estética de la belleza que hay en un cuadro, en una película o en una sonrisa.
Ahora cerremos los ojos, respiremos hondo y pensemos, por un momento, que también en alguna parte del mundo un indigente acaba de morir y nadie reclamará su cuerpo, un niño sin padres tiene el estómago hinchado por el hambre, una mujer recién perdió sus senos al extirpársele un tumor cancerígeno, y un hombre colocó un revólver contra su sien y exhaló su último aliento… Éstas son también situaciones reales. Todo lo anterior ocurre a diario. Es una verdad que duele, que produce vértigo y que nos cala hondo, porque somos frágiles: somos humanos.
Todos los días hay robos, asesinatos, tráfico de influencias, corrupción, nepotismo y miles de desgracias que con el día a día se convierten en estadística. Millones de muertos en bombardeos, cientos de personas asesinadas por algún loco, miles de hombres y mujeres discriminados por su color de piel, su sexo, su manera de pensar, de amar o de vivir. Todos ellos convertidos en un número. Un número perdido en los renglones de alguna estadística fría y sin corazón. Y aunque nos detengamos a pensar en todo lo malo que pasa en el mundo, en algún momento volveremos a nuestros asuntos. Pero eso no significa que demos la espalda a la realidad, sino que, simplemente, estamos viviendo. Y sólo podemos vivir nuestra vida. A pesar de poder comunicarnos y expresar nuestras sensaciones y compartirlas con otros, lo único que es inmediatamente accesible a nosotros es nuestra propia vida en tanto nosotros mismos la vivimos.
Quizá sea por esto que necesitamos del relato individual para dar identidad a todos esos números que forman las estadísticas. Parafraseando a Neil Gaiman en American Gods: aunque cada uno de nosotros conozca bien lo trágico,no podemos darnos el lujo de sentirlo a plenitud cuando no nos toca directamente, cuando no nos pasa a nosotros mismos. Es como si cada uno de nosotros, a su manera, construyera una armadura contra la tragedia y con ella caminara por la vida, inmune al dolor y a la pérdida ajena. Si lo trágico que hay en la vida de todos los otros pudiera tocarnos, nos convertiríamos en lisiados o en seres divinos. No podríamos aguantar todo lo que hay de trágico en el mundo, y por eso nos resguardamos de ello. Pero mediante el relato individual y la identificación uno a uno, es posible hacer que lo trágico que es ajeno perfore la armadura que algunos llevan puesta.
Eso es lo que impulsa a muchos autores a buscar modos de ser empáticos al escribir. La empatía, del griego empátheia,se refiere a la capacidad cognitiva de percibir —en un contexto común— lo que otro ser puede sentir. En otras palabras, empatía es “ponernos en los zapatos del otro”; sentir el placer de un beso o la carga de todo lo que hay de trágico en la vida de quien está frente a nosotros. Stephen King dice que la empatía nos ayuda a entender las motivaciones de los personajes de una novela. Ponerse en los zapatos del personaje y escribir desde ahí, ésa es la importancia de la empatía para crear una buena historia —y, con suerte, podríamos terminar discutiendo con Augusto Pérez [1] sobre el significado de la existencia.
Sin embargo, la empatía no es sólo esa herramienta del literato que puede conectar al lector con su humanidad; es un halo brillante que permite identificar la peor cara de nosotros, pero que nos da la esperanza cuando ilumina nuestras mejores cualidades. La empatía derrumba armaduras y corazas, y en ello radica la importancia que tiene tanto en los textos como en la vida diaria. Si escribes, úsala para conmover a quien te lea; si lees, para sentirte parte de la novela que estás leyendo. Y en el día a día, úsala para vencer el penoso devenir cotidiano que convierte la muerte de un joven en una simple nota de periódico y las frustraciones en meras estadísticas. Emplea la empatía para dar voz, oídos y vida a los que ya no pueden con su sufrimiento, a los que son héroes anónimos del día a día, a las víctimas de la indiferencia que nace de la rutinaria vida citadina. Sé lo suficientemente empático para compartir felicidad y tragedia, para recordar a todos los que merecen ser recordados.

[1] Personaje central de la novela Niebla (1914), del escritor español Miguel de Unamuno.