¿Alguna vez has tenido una canción dándote vueltas en la cabeza y, de repente, empiezas a escucharla en la radio o en los pasillos del centro comercial? ¿O quizás una persona ronda tu pensamiento, cuando oyes sonar el teléfono y te sorprende escuchar su voz al otro lado de la línea? Yo experimento muy seguido este tipo de situaciones, que algunas veces resultan más significativas que otras.
En una ocasión, regresé del supermercado y, en el techo del garaje, vi una araña enorme, más grande que una tarántula —pero sin pelo—, con los ojos en la punta de las antenas. Jamás había visto una igual y me dio tanto miedo que entré a la casa sin siquiera bajar las bolsas. Cuando me armé de valor, salí a enfrentarla, pero la araña ya no estaba allí. Pasado el susto, me puse a preparar la comida, encendí la radio y, justo en ese momento, los locutores comenzaron a hablar de la araña violinista: una criatura idéntica a la que yo había visto. Le platiqué a medio mundo sobre esta curiosa concordancia, pero nadie me creyó, ni lo del tamaño de la araña ni lo de la radio. A los pocos meses, estando en Puerto Vallarta con los incrédulos, apareció una araña violinista en la sala de la casa de nuestros anfitriones. Después de matarla y mientras el color regresaba a nuestras mejillas, mi historia al fin dejó de parecerles una patraña.
Algo parecido me ocurrió en Valle de Bravo —aunque a la inversa, pues el pensamiento antecedió a la aparición. Me encontraba desayunando frente al lago y, quizás inspirada por la silueta boscosa de las montañas, comencé a platicar sobre mi viaje a Ushuaia, donde conocí el Parque del fin del mundo y vi a un pájaro carpintero por primera vez. Mientras evocaba al ave, comenzamos a escuchar un repiqueteo, un toc-toc y, frente a nosotros, aferrado al tronco de un pino, pudimos ver a un pájaro carpintero con cresta roja, tal y como el que yo había visto un año antes a quince mil kilómetros de distancia. Quedamos boquiabiertos.
La sincronicidad puede entenderse como la concordancia entre dos hechos que ocurren de forma simultánea[1], por una causa desconocida, y resultan significativos para el observador.
En otra ocasión me propuse conocer a mi ídolo del tenis, el chileno Marcelo Ríos. Decidí viajar a Buenos Aires y hacerlo en dos escalas —Costa Rica y Lima—, con la esperanza de encontrármelo en alguno de los tramos. Lo único que sabía era que su ex esposa era tica y que su hija vivía con ella. No investigué si él aún residía en Chile, si estaba jugando en algún torneo, si tenía avión propio o si estaba tomando unas vacaciones en una isla paradisíaca: simplemente me latió viajar a la capital argentina, y estaba tan segura de que mi empresa tendría éxito que lo hice con la cámara lista en mi bolsa para cuando se diera el encuentro. Bajé en Costa Rica, lo busqué por todo el aeropuerto y nada. Al aterrizar en Lima, creí que mi causa estaba perdida, pues la sobrecargo indicó que los que iban a Chile se quedaran en sus asientos, y los que nos dirigíamos a Buenos Aires nos bajáramos para cambiar de avión. Pero al caminar por entre los asientos de primera clase, vi a Marcelo de pie, estirando los brazos al lado de su hijita. “¡Marcelo Ríos!”, grité. Volteó con expresión de sorpresa hacía donde yo estaba; le dije que era su admiradora y lo abracé. Él sonrió y, por la emoción, me olvidé de la foto. Ni yo podía creer lo que había sucedido: sin saberlo, había compartido un vuelo con mi ídolo durante cuatro horas, como si el universo hubiera ajustado el tiempo y el espacio a mis planes.
La sincronicidad podría ser un enigmático mecanismo que permite la comunicación del inconsciente con su entorno.
Tengo una nieta mexicana, hija de mi hija, que el pasado nueve de febrero cumplió tres años. Algunos meses antes, mi hijo, quien vive en Buenos Aires, anunció que su esposa daría a luz a una niña a finales de enero o principios de febrero. Dudábamos acerca de la fecha para comprar el boleto de avión, ya que sólo podíamos alejarnos de la ciudad por una semana. Días más tarde, cuando mi hijo me dijo que la fecha tentativa del parto natural era el dos de febrero, decidí que viajaríamos del dos al diez de dicho mes. Antes de partir, le avisé a todos que tendría dos nietas Acuario del nueve de febrero: una de mi hija y la otra de mi hijo. Por difícil que resulte de creer, así sucedió. “Te saliste con la tuya”, me dijo mi consuegra al ver cumplida mi predicción. Pero eso no es todo: el día nueve del segundo mes del año es el aniversario luctuoso de mi abuela paterna, así que a nuestro regreso le dije a mi papá: el universo se llevó a tu mamá el nueve de febrero, pero después de algunos años te compensó con dos bisnietas…
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Carl Gustav Jung eligió el término sincronicidad para designar fenómenos como los antes descritos. Él creía que todos los elementos del cosmos estaban enlazados entre sí, formando un complejo entramado que podíamos vislumbrar a través de estas coincidencias significativas. Los antiguos griegos, por su parte, entendían los hechos sincrónicos como mensajes de los dioses. Yo pienso que el universo es una fuerza que constantemente nos envía mensajes. Para recibirlos, sólo necesitamos estar atentos y poner a funcionar los mecanismos de la creatividad.
[1] Las sincronicidades no siempre ocurren de forma simultánea; en ocasiones, éstas se verifican después de un tiempo.