La belleza rara vez nos deja impasibles: nos atrae, nos incomoda, nos embelesa y, en ocasiones, hasta nos enloquece, nos acerca a la muerte. En la versión de 1933 de King Kong, el atribulado Carl Denham tiene un momento de lucidez cuando afirma que no fueron los aeroplanos los que mataron a la bestia: había muerto a causa de la belleza. Ni cómo culparla: ¿cuántos no conocemos a hombres y mujeres que han perdido la cabeza, la fortuna y hasta la cordura por otro ser humano, sólo porque éste nació hermoso? Y si hablamos de arte, al parecer hay obras tan hermosas que, cual Medusas, pueden paralizar a quienes las contemplan. A esto se le llama Síndrome de Stendhal.
Stendhal fue el nombre de pluma del escritor francés Marie-Henri Beyle, quien vivió de 1783 a 1842 y es reconocido por dos de sus novelas: Rojo y negro (1830) y La Cartuja de Parma (1839). En 1817, durante una visita a la Basílica de Santa Croce en la ciudad de Florencia, donde están enterrados Miguel Ángel Buonarroti, Galileo Galilei y Maquiavelo, tuvo una experiencia sobrecogedora que describió en su libro Nápoles y Florencia: un viaje de Milán a Reggio.
Estaba en una especie de éxtasis por la idea de estar en Florencia, cerca de aquellos grandes hombres cuyas tumbas había visto. Absorto en la contemplación de belleza sublime, llegué al punto en que uno tiene se topa con sensaciones celestiales y el arte se une con la apasionada sensualidad de la emoción […] Tuve palpitaciones del corazón, que en Berlín eran llamados ‘nervios’. Sentí que me drenaban la energía y la vida. Caminé con miedo a desmayarme…
Siglos más tarde, en 1989, la psiquiatra Graziella Magherini del Hospital Santa Maria Nuova de Florencia acuñó el término Síndrome de Stendhal para describir un fenómeno psicosomático, similar al descrito por el escritor, que se presentaba recurrentemente entre turistas extranjeros. Según sus recuentos, 106 pacientes experimentaron mareos, palpitaciones, alucinaciones y sensaciones de despersonalización al contemplar obras de arte como las esculturas de Miguel Ángel y las pinturas de Botticelli; “sufrían de ataques de pánico, causados por el impacto psicológico de aquellas obras maestras y del viaje mismo”, aseguró Magherini en una entrevista de 2019.
El síndrome ganó notoriedad mundial cuando Carlo Olmastroni, un hombre de 68 años, sufrió un ataque al corazón justo frente al Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli, en la afamada Galería de los Uffizi de Florencia. Por fortuna, en el lugar había asistencia médica y eso le permitió al toscano salvar la vida; y aunque el diagnóstico médico fue “oclusión de dos arterias coronarias”, los periódicos lo presentaron como el caso más extremo del Síndrome de Stendhal.
En su libro sobre el Síndrome, Magherini divide los síntomas en tres: percepción alterada de colores y sonidos, así como sensación de culpa o de estar siendo observado o perseguido; ansiedad depresiva e ideas de ser inadecuado u omnipotente; ataques de pánico o agorafobia, con hiperventilación, mareos, sensación de sofocamiento, dolor de pecho y hasta desmayos. Pero, ¿hablamos realmente de un síndrome?
Haciendo una breve búsqueda, vemos que éste no aparece citado en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, y otras fuentes señalan que es un modo popular o mediático de referirse a padecimientos psicosomáticos que se presentan entre turistas que visitan Florencia u otras ciudades con alto contenido artístico, histórico o religioso como París o Jerusalén. En un artículo para Medical News Today, el doctor Fabio Camilletti de la Universidad de Warwick en Coventry, relaciona el síndrome con “lo ominoso” descrito por Freud.
“La idea es que existe una clase de experiencia estética que no puede ser definida bajo las categorías de agradable o desagradable, sino que es algo más, algo que Freud llamó ‘lo ominoso’, que es básicamente la extraña mezcla entre lo familiar y lo extraño, lo habitual y lo desconocido”. De igual modo, Camilletti atribuye los síntomas al shock cultural originado por la brecha entre la supuesta familiaridad con una obra de arte, debido a sus reproducciones mediáticas, y a la sensación de enfrentarse a la obra como objeto real.
Otros profesionales, como la psicoanalista Cristina De Loreto, que vive en Florencia, desestima la existencia del síndrome. Según ella, estar en un espacio cerrado, con velas y cientos de personas desconocidas es el marco perfecto para un ataque de pánico. “Puede ser agorafobia, no Botticelli”, dice la doctora, quien añade que las altas expectativas de gente que ha esperado toda la vida para conocer Florencia son un factor para esta “enfermedad del arte” o art attack.
En su ensayo titulado “Parálisis, trauma y crisis en la experiencia: el Síndrome de Stendhal”, Rocco Mangieri parte del análisis de una película de terror del director italiano Dario Argento, titulada precisamente The Stendhal Syndrom (1996) para hacer un análisis profundo del fenómeno desde la perspectiva de la semiótica, la psicología y la historia del arte. En la cinta y en el ensayo se alude a la obra de Botticelli La cabeza de Medusa, una criatura mitológica que petrificaba a quien la observara; de forma paralela, ciertas obras de arte parecen tener el mismo poder de paralizarnos, haciéndonos sentir como si estuvieran observándonos. En su ensayo, Mangieri refiere a una paciente de Magherini que, tras mirar el impactante y dramático Altar de Issenheim del artista alemán Matthias Grünewald, sentía que el cuadro la miraba; se sentía perseguida, como obsesionada […] tenía la sensación de que ese cuadro la había capturado y de que ella no observaba la obra: el Grünewald la observaba.
¿Qué concluimos entonces? ¿Es posible hablar de una “sobredosis de belleza”? Como dije al inicio, es innegable que la belleza tiene un extraño poder sobre nosotros y que el arte, siendo una de las expresiones humanas más bellas, puede llevarnos a momentos de éxtasis en los que al mismo tiempo nos sentimos parte de la armonía del universo e insignificantes ante la magnificencia de la creación. Hay gente que en esos momentos vacía lágrimas desde el pecho, otros sienten un inexplicable deseo de destruir eso que los perturba y otros simplemente no pueden procesar la experiencia y se derrumban.
En este punto, reflexiono sobre mi propia experiencia como turista. Siendo un amante del arte religioso mexicano, cada vez que voy a un Pueblo Mágico o una ciudad colonial visito las iglesias barrocas; y aunque siempre me maravillo por su belleza arquitectónica, por sus pinturas y esculturas, nunca dejo de sentir un vacío en la boca del estómago, una pequeña angustia. Más allá de las imágenes de Cristos ensangrentados o de mártires agónicos, es el aire lo que me sofoca: por efecto de la madera y la permanente combustión de velas, éste se siente denso, inmóvil, detenido en el tiempo. “Es el mismo aire que respiraron miles de personas a lo largo de siglos”, me digo antes de tener que salir a tomar el fresco.
Entonces, quizás los científicos tengan razón y es el cúmulo de expectativas, las ideas, emociones y sensaciones físicas las que desbordan a ciertas personas hipersensibles, que acaban sintiendo “que la Virgen les habla” y se sofocan. O quizá, como he llegado a pensar, un residuo de la energía emocional de las millones de personas que han llorado y se han extasiado con La Piedad de Miguel Ángel —o dentro de la Capilla del Rosario, en Puebla— permanece ahí, y algunas otras con el don o la poca fortuna lo percibimos y, en efecto, sufrimos de una inexplicable y molesta sobredosis de arte. ¿Quién lo sabe?