Slow Food: Comer despacio, conscientes y con emoción

Slow Food: Comer despacio, conscientes y con emoción
Alberto Peralta de Legarreta

Alberto Peralta de Legarreta

Inspiración

Hace tiempo que quienes vivimos en las grandes ciudades perdimos el vínculo con el lugar, aparentemente lejano, donde se producen las cosas que a diario comemos. Encerrados en una burbuja impermeabilizada por ideas de clase y ocupados en mantener la vida en un ambiente atroz, violento y competitivo, apenas sabemos del campo por noticias desalentadoras en los medios de comunicación o por las apariciones fantasmales —y no pocas veces amenazadoras— de sus habitantes en nuestras calles, donde desplazados y desamparados, gracias a la invisibilidad que les hemos concedido, deambulan melancólicamente como Lázaros en busca de lo que cae de nuestras mesas.

Quienes vivimos en la ciudad hemos olvidado qué es la naturaleza: lo que de ella nos llega es solamente una versión selecta, higiénica y estética de sus productos. A los supermercados y tianguis donde hacemos contacto con los productos del campo, llegan alimentos “correctos” y homogéneos, expuestos más para lucir bellos que para ser nutritivos. Entre nuestra casi nula capacidad para producir lo que comemos y el desdén con que observamos la lejanía del agro, los citadinos hemos depositado nuestra confianza en la industria alimentaria, encargada de llenar con abundancia las estanterías con objetos individualizados y empacados al vacío en plásticos que son tan transparentes como indestructibles.

Gracias a esta industria tenemos al alcance comida enlatada, precocida, deshidratada e, incluso cocinada, condimentada y lista para engullirse. Hemos aprendido a procurar la seguridad alimentaria escarbando en refrigeradores y aparadores. En la ciudad, bajo el pretexto de la practicidad, hace mucho olvidamos lo que es un buen pan, entregados como estamos a un programa de distribución que promueve omnipresencia y empaques con fecha de caducidad.

Los supermercados ponen a nuestra disposición frutas y verduras que rayan en la perfección y aun fuera de temporada, sin importar si provienen del otro lado del mundo. En suma, hemos cambiado lo fresco y sano por lo bello e higiénicamente garantizado, y perdimos la capacidad de preguntarnos qué es lo que comemos y de dónde proviene.

La consecuencia principal de un comportamiento alimentario como el que predomina en los entornos citadinos es una ingesta insuficiente e irresponsable que hoy llamamos fast food. En esa versión apresurada del mundo, la practicidad es un valor de los alimentos que deben volverse portátiles y aptos de ser consumidos con rapidez para responder al ritmo desenfrenado de los largos traslados en la urbe y el escaso tiempo que el trabajo provee para satisfacer los mínimos indispensables de la socialización y subsistencia humanas.

Con ello tiene lugar la pérdida de muchos placeres de la comensalidad y la buena nutrición: algo que, aun en medio de este vértigo, muchos han creído necesario reparar. El reciente deseo de humanizar la cadena de valor alimentaria y la oposición a la estandarizarización del sentido del gusto son el fundamento de escuelas del pensamiento como la que impulsa la Slow Food, concebida en Italia por Carlo Petrini en la década de los ochenta del siglo pasado.

Slow Food es un movimiento internacional que propone el reconocimiento de la importancia de saber lo que comemos, su origen y el factor humano que interviene en su trayecto, desde el campo hasta la mesa. Petrini puso de manifiesto la despersonalización que la ingesta apresurada de la modernidad ha impuesto a la alimentación y la necesidad del consumo sustentable de alimentos naturales y nutritivos, producidos localmente en entornos de cercanía y capaces de proveer retribución justa y bienestar a las comunidades y campesinos.

Slow Food propone, asimismo, “bajarle la velocidad” a nuestra alimentación para allegarnos comida más sana y consciente de su entorno, además de procurar la recuperación de lo humano al compartir la mesa. Podría decirse que esta filosofía de vida constituye una reincorporación de las comunidades humanas a sus orígenes alimentarios, con todo el conocimiento asociado que le da la cultura y la libertad necesaria para seleccionar o producir aquello que comerá.

Para quien se alimenta bajo las propuestas de la Slow Food, la comida casera y tradicional goza de un prestigio asociado a su historia e identidad. Este tipo de alimentos, con preparaciones familiares o ancestrales, son capaces de proveer algo que la comida rápida no puede: el placer de deleitarse en un primer momento a través de los sentidos del olfato y el gusto, además de la vista, el tacto y el oído, que emocionalmente interpretados permiten experimentar el gozo de una buena sobremesa, donde todos nos volvemos más humanos.

Para alinearte con la Slow Food, consume alimentos producidos en tu localidad, y evita aquéllos producidos en lugares lejanos que pudieran producirse en un entorno cercano; adquiere tus alimentos con el productor para eliminar intermediarios y beneficiarle directamente; cocina y consume tus alimentos en casa, dándoles el tiempo necesario para su preparación y, sobre todo, privilegiando la compañía y convivencia al consumirlos.

Pescado a la veracruzana de Alicia Gironella D’Angeli

Pescado a la veracruzana de Alicia Gironella D’Angeli

Ingredientes:

  • 1 pescado de aproximadamente 3 kg
  • 2 kg de jitomates asados, licuados sin pelar y colados
  • 800 g de tomates escalfados,[1] pelados y trozados
  • 500 g cebolla finamente rebanada
  • 200 g de chiles largos o güeros asados, pelados y cortados en rajas
  • 40 alcaparras escurridas y ligeramente enjuagadas
  • 25 aceitunas deshuesadas, escurridas y ligeramente enjuagadas
  • 70 g de ajos machacados en mortero
  • 1¼  tazas de aceite de oliva (dividir en dos partes)
  • 1 taza de perejil picado
  • 1 chile jalapeño
  • Jugo de limón al gusto
  • Sal y pimienta al gusto
  • Hierbas aromáticas al gusto (laurel, tomillo y mejorana, atadas o en gasa)

Procedimiento:

Retira bien las vísceras del pescado, quita las escamas y lávalo a fondo. Colócalo en una fuente y adoba con el jugo de limón, la mitad del aceite de oliva y de los ajos, la sal y la pimienta. Deja reposar. En el resto del aceite de oliva, fríe la mitad reservada del ajo, la cebolla y el chile jalapeño. Añade el tomate asado y licuado, las alcaparras, las aceitunas, las hierbas aromáticas, sal y pimienta. Deja cocinar a fuego lento hasta lograr una salsa consistente; casi al final agrega el tomate pelado y trozado. Con esa salsa, baña el pescado y cocina en horno precalentado a 180°C durante 45 minutos o hasta que la carne del pescado se separe de las espinas. Al servir, adorna con los chiles largos o rajas de pimiento amarillo y perejil picado.

[1] Para escalfar, se pone a hervir agua en un perol y, ya que hierva, se sumergen los jitomates —antes, se les hace un corte en cruz en una de las puntas— un par de minutos, hasta que la cáscara se desgarre; se dejan enfriar para pelarse.

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