
El 12 de noviembre de un año aún no especificado por la historia, Isabel Ramírez de Santillana abrió las piernas para iniciar la labor de parto. En medio de la sangre, el sudor y los lamentos maternos se detonó el llanto desgarrador, profundo, pero vitalicio, de quien es arrojado al mundo con un propósito.
La criatura abrió los ojos frente a la mirada de la Cruz, que la contemplaba con reserva por ser la tercera hija ilegítima de un hombre y una mujer que procreaban sin el sello del matrimonio. La bebé se cubrió el rostro con sus pequeños puños, como ocultándose de la severidad católica, al tiempo que su madre la tomaba en brazos, besaba su frente y se confrontaba en silencio con los ojos decepcionados del Crucificado, mientras nombraba a su hija Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, quien, con su familia, viviría al resguardo de la Hacienda Panoaya, en Amecameca.
Aquel recinto fue testigo de los primeros resplandores de Juana Inés: tras sus paredes, a muy corta edad, aprendió a hablar náhuatl gracias a la convivencia continua con los esclavos; a escondidas, escuchaba las lecciones privadas de su hermana mayor, debido a lo cual, a los tres años, ya sabía leer y escribir. Después de la muerte de su abuelo, cuando Juana tenía cinco años, adquirió un gusto indomable por la lectura y el estudio al descubrir la biblioteca de la hacienda, donde entró en contacto con los clásicos griegos, la literatura romana, los poemas medievales y los místicos españoles. A partir de este encuentro, inició su educación autónoma: Juana Inés construyó sus propias lecciones y edificó su instrucción; día a día, en cada clase, se proponía objetivos específicos que, de no cumplirse, le costaban un trozo de cabellera, ya que no le parecía justo que una cabeza estuviera llena de hermosura si carecía de ideas.
Conforme pasó el tiempo, el amor por el estudio se volcó en pasión. La hija de Isabel Ramírez ya no sólo adoraba las horas que pasaba frente a los libros, sino que se volvió amante del conocimiento mismo. Lamentablemente, había nacido en un tiempo en el que aquellas pretensiones de sabiduría le estaban restringidas: sólo los hombres tenían acceso al saber; no obstante, esto jamás fue un impedimento, pues, para alcanzar su objetivo, Juana Inés estaba dispuesta a todo, por más temerario que pareciera. A los siete años, suplicó a su madre que la enviara a la Universidad disfrazada de hombre, propuesta que fue declinada y castigada con el “exilio” de Panoaya. Afortunadamente, Juana Inés encontró refugio en el hogar de su tía María Ramírez, hermana de su madre. Ahí sus labores intelectuales se perpetuaron: su obra literaria, que había comenzado a los ocho años de edad con la publicación de una Ioa, comenzó a florecer; de igual manera, dominó el latín en tan sólo veinte lecciones y, desde entonces, comenzó a integrarlo en sus escritos, en los que ya se vislumbraba literatura.
Conforme pasó el tiempo, la presencia de Juana Inés de Asbaje, tanto intelectual como física, adquirió fuerza y fama determinantes, a tal grado que, atraído por los rumores, el virrey Antonio de Toledo la mandó llamar para que un grupo de cuarenta sabios de todas las facultadas la sometieran a prueba frente a un amplio público. La joven, quien apenas contaba con quince años, salió airosa, y su triunfo fue tal que de manera inmediata la incorporaron a la corte virreinal, en la cual se convirtió en dama de compañía de la virreina Leonor Carreto, en la tutora de su hija y, más importante aún, en acreedora del mecenazgo de los virreyes. Su producción literaria aumentó considerablemente por dos motivos: era su deber escribir poesía por encargo y, por otro lado, la vida en la corte impactó en ella de tal manera, que no pudo sino reflejar en sus poemas los temas centrales que invadían aquella existencia, tales como la apariencia, el cortejo, los bienes y los malestares superfluos y efímeros.
Inmersa en este ambiente, reconocida en medio de las tertulias de la vida intelectual, Juana Inés se izó como fuego envolvente: la profundidad de su conversación, que iba de la mano con su honda belleza, atrajo la mirada de un sinnúmero de jóvenes seguidores, quienes, en su mayoría, llegaban a ella con ofertas nupciales, las cuales siempre declinaba. Cansada de la sombra de las costumbres que dictaban “La mujer para el hogar”, se decidió por la ruta alterna: la vida religiosa, que le permitiría continuar con la construcción del camino al saber y la creación sin necesidad de sucumbir a la presión social del matrimonio. Su decisión no fue un acto de veneración, sino de rebelión: los negros hábitos monásticos la vestirían no como la monja, sino como la mujer que por su derecho al desarrollo intelectual no se permitiría ser esclavizada por el sexo masculino ni vería sus habilidades reducidas a la cocina, los hijos y el hogar.
Así pues, pese a su falta de fe, la joven mujer se entregó a la religión con el fin de “No tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”. Inició el sendero entrando al convento de las carmelitas, donde la rigidez de los principios fue demasiada para las alas de su espíritu inquieto. Fue cuestión de tiempo para que cayera en una enfermedad que le abriría las puertas del paraíso: la Orden de San Jerónimo. En ella había flexibilidad, un soplo de libertad que dio altura a su vuelo en medio de una celda de dos pisos adornada por el ir y venir de las sirvientas que atendían las necesidades de la ahora Sor Juana Inés de la Cruz. En ese estudio pasó el resto de su vida; aquellas paredes la protegieron en el éxito y la enfermedad, como fue el caso del tifus epidémico que la mantuvo recluida en 1671; también atestiguaron sus alegrías y las lágrimas que derramó tras la muerte de Leonor de Carreto, hecho al que dedica los versos de “De la beldad de Laura enamorados”; asimismo, la celda de la Orden de San Jerónimo se hizo cuna de la cúspide dorada de su obra, que cantaba a la humanidad en estructuras poéticas que reflejaban el dominio de las formas petrarquistas que estaban tomando auge en España.
Sin embargo, su literatura apenas estaba en el trayecto a la cumbre. No fue sino hasta 1680, con la llegada del virrey Tomás Antonio de la Cerda y su esposa Luisa Manrique de Lara, que el esplendor de la obra de Sor Juana alcanzaría tierras trasatlánticas; la presentación de Neptuno alegórico (1680) impresionó tan profundamente a los nuevos virreyes, que no pudieron sino ofrecer protección, financiamiento y amistad a la mujer prodigio. A raíz de esto, la madurez de su producción literaria se vio reflejada en obra tras obra, donde se apreciaba una apropiación magistral de las tendencias formales y temáticas del Siglo de Oro español, las cuales había aprendido de maestros como Francisco de Quevedo, Luis de Góngora y Argote, y Pedro Calderón de la Barca, entre otros.
Su poética se llenó de amor cortés, cuestionamientos filosóficos, desengaños amorosos y filosas ironías, avance que la hizo acreedora de una amonestación por parte de su confesor jesuita Antonio Núñez de Miranda, quien cuestionó su preferencia por los temas de la vida mundana; ante esto, la ilustre monja jerónima escribió su “Autodefensa espiritual”, en la que defiende el derecho de la mujer a cultivar su lado intelectual, cuestiona a la sociedad que se lo prohíbe y refiere algunas palabras a su confesor: “¿Por qué es esta pesadumbre de V. R. y el decir que a saber que yo había de hacer versos no me hubiera entrado religiosa, sino casádome? Pues, Padre amantísimo —a quien forzada y con vergüenza insto lo que no quisiera tomar en boca—, ¿cuál era el dominio directo que tenía V. R. para disponer de mi persona y del albedrío —sacando el que mi amor le daba y le dará siempre— que Dios me dio?”
Al altercado siguió el éxito del estreno Los empeños de una casa (1683) y la publicación de Inundación crisálida (1689), libro aparecido en Madrid que recopilaba gran parte de la poesía amorosa de Sor Juana, así como los autos sacramentales El cetro de Joséy El mártir de Sacramento, y la comedia Amor es más laberinto. Esta antología dio a conocer a Juana Inés de Asbaje en España, donde su figura destacó no por los hábitos religiosos, sino por ser la poeta novohispana del romance, el desengaño y el ingenio.
Pero a esta cúspide seguiría una caída: la amonestación ahora vendría de Manuel Fernández de la Cruz, obispo de puebla, quien, disfrazado de Sor Filotea, le incriminaba el dedicarse a las letras profanas de la humanidad, cuando debiera, mejor, entregarse a la vocación y a las letras divinas, las cuales le serían de mayor provecho, pues a ninguna mujer debiera permitírsele acceder a ciertos tipos de conocimiento. La vehemente defensa al género femenino y su derecho por entregarse y recibir estudios que alimentaran su ingenio llegó en la afamada Respuesta a Sor Filotea (1691), documento ahora indispensable para ahondar en la vida y pensamiento de la Décima Musa. No obstante, la fuerza de la defensa y de la contestación fue tal, que sumió a Sor Juana Inés de la Cruz —para entonces ya se había convertido en un pilar de la literatura novohispana del Siglo de Oro— en un silencio que, poco a poco, se tornaría en ausencia.
La muerte de su voz fue presagio, y pese a que la monja jerónima andaba entre los pasillos del convento dedicándose de lleno a sus labores religiosas, su existencia comenzaba a difuminarse y se volvió casi imperceptible tras la renovación de votos en 1694. Su alma, hecha de palabras e ideas, se acomodaba en el féretro, agotada frente a la misoginia y la impotencia que a lo largo de la vida había tenido que enfrentar; sólo quedó el cuerpo que, cual fantasma, vagaba por los corredores asintiendo ante las órdenes celestiales que le dictaban hacer arder su biblioteca y todo el conocimiento obtenido. En un último acto de caridad, Sor Juana dio la orden de vender su biblioteca para, con ese dinero, apoyar a los pobres; esa acción, quizá, fue la que cubrió su féretro interno y lo enterró en una lápida sin nombre. No es de extrañar que, un año después de estos acontecimientos, en 1695, Sor Juana Inés cayera víctima del tifus y que esta vez no sobreviviera.
El 17 de abril de 1695 Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana falleció y fue sepultada bajo el templo de San Jerónimo. Aunque ahí yace un cuerpo, el resplandor irradiado aún da vueltas por millones de ojos lectores que se impresionan, enamoran e intimidan frente al ingenio de la musa que, como en vida, aún susurra al oído: “El fin de mi vida no negará mi comienzo”.
