Stephen King: el hombre de los mil monstruos

Stephen King: el hombre de los mil monstruos

(Foto: Steve Schofield)

Magdalena López Hernández

Magdalena López Hernández

Creatividad

En enero de 1947, Ruth Pillsbury King notó una anomalía en su rutina biológica. Debido a un previo diagnóstico de los médicos ―infertilidad―, el problema no fue atendido; no obstante, aquella situación se extendió hasta el mes siguiente, y fue entonces cuando no quedó duda.

Inquieta, nerviosa, mientras seguía los pasos del pequeño David, su hijo adoptivo, con ojos ausentes, formuló en su mente el mismo discurso dicho de mil maneras distintas: “Donald, los médicos se equivocan… no, no. Mr. King, tenemos que habl….no, tampoco. Querido, vamos a ser padr….” Su discurso mental se vio interrumpido. La puerta de entrada se abrió, y cuando los labios de su esposo se depositaron en la frente en señal de saludo, Ruth ni siquiera lo pensó:

― …estoy embarazada.

No hubo júbilo, sino incredulidad; finalmente, entre besos, se abrazaron en silencio. Los ojos se tornaron llorosos, pero las lágrimas permanecieron congeladas hasta que el 21 de septiembre, el primer hijo de los King nació exhalando el llanto.

—Es un varón —dijeron los médicos mientras entregaban a la madre el pequeño cuerpo envuelto en mantas. El nombre se dibujó en la mente y quedó grabado tras el primer abrazo: Stephen Edwin King.

Tras esto, la vida del matrimonio volvió al cauce de su cotidianidad, la cual, ubicada en el pueblo de Maine, Portland, era una historia de carencias que se sobrellevaban. Así fue hasta que, en 1950, un beso quedó depositado sobre la frente de Ruth y una mano despeinaba el cabello de por sí desaliñado de los jóvenes hermanos.

—Voy por cigarrillos, no tardaré —mintió Donald cuando tocó el picaporte de la puerta de entrada.

Jamás volvió; pero, en efecto, su legado no tardó en llegar: tras once años de abandono, Stephen, ya de trece años, reencontró al padre en una caja que contenía olvidadas y fracasadas historias de horror escritas por su progenitor. En ese momento, la sangre, que ya había comenzado a hervir tras el encuentro de las historietas The Tales from the Crypt y el auge del horrorífico cine de serie B, ahora palpitaba. Aquella extraña ebullición que había emergido en él tras escribir sus primeros relatos de alienígenas y vampiros, por fin tomó sentido. Miró los textos rechazados de su padre mientras recordaba las escalofriantes escenas de aquellos monstruos que surgían de la oscuridad del cine. Pensó en los saltos, en los ojos cerrados, en el pulso acelerado que precedía al espanto.

—Lograré eso.

Lo deseó con tal fuerza que, en un movimiento instintivo, tomó la pluma y volcó sus imaginaciones una tras otra sobre el papel que metía en sobres dirigidos a las revistas del momento. No hubo respuesta, y así fue durante largo tiempo, hasta que, finalmente, su primer texto salió a la luz: “I Was a Teenage Grave Robber”, un cuento inspirado en su trabajo como cavador de tumbas, fue publicado en la revista Comics Review en el año 1965. Aquel acontecimiento fue la piedra sobre la que se construyó la determinación: si Donald King había intentado ser escritor sin haberlo logrado, Stephen King emprendería el mismo camino con éxito.

Durante largo tiempo, la marea se mostró en contra; sin embargo, nunca ahogó la dedicación de aquel aspirante que ya demostraba ser un candidato potencial. En tan sólo un año de universidad escribió cinco novelas, y en cuanto recibió su primer cheque por el cuento “The Glass Floor”, alzó la mirada hacia los ojos de Tabitha Spruce, estudiante de Historia.

—¿Te casas conmigo? —y la propuesta quedó sellada en 1971, tras el nacimiento de Naomi, la primera hija del matrimonio King, acontecimiento que marcó una nueva era de carencias. Para no repetir la historia de su familia, Stephen entró a la academia Hampden como profesor de inglés, lo cual, aunado a los relatos que vendía a algunas revistas para hombres, le proporcionó ciertos ingresos, que resultaron insuficientes tras el nacimiento de Joseph, su segundo hijo, en 1972. Para completar los gastos, Stephen King entró a trabajar en una lavandería industrial. Aun así escribía dos horas diarias, encerrado en un cuarto de calderas.

Fue en medio del golpeteo de la máquina de escribir cuando llegó la revelación: era un padre ejemplar y quizá un esposo al que no se le podían hacer grandes reproches; sin embargo, una frustración comenzaba a enraizarse: la escritura no dejaba para vivir, la cumbre de tinta no se vislumbraba en el panorama. ¿Se volcaría acaso hacia el mismo olvido de su padre? En medio de la renuncia, las teclas se detuvieron. Tomó la última hoja de la máquina de escribir y tiró el manuscrito a la basura. A la mañana siguiente, al destapar el bote, Tabitha se enfrentó a una cantidad centenal de páginas cubiertas de polvo y de los restos del desayuno.

—Es excelente, Steve —dijo al llegar a los tres puntos suspensivos de la última oración incompleta—. ¿Por qué no la terminas? Éste podría ser tu golpe de suerte.

Gracias a la insistencia de su mujer, la historia llegó a su punto final, y posteriormente, salió en busca de las oficinas de Doubleday. La respuesta, aunque tardó en tocar la puerta, llegó escrita en un telegrama.

Carrie oficialmente libro de Doubleday. El futuro se abre.
Will Thomson.
PD. 2,500 dólares.

En efecto, el futuro se abrió. Una mañana cualquiera, King contestó el teléfono, sintió un adormecimiento trepándole el cuerpo y finalmente cayó de bruces sobre el suelo: los derechos para la edición de bolsillo de Carrie se habían vendido por cuatrocientos mil dólares. Apenas podía asimilarlo: el pago era por escribir y para que escribiera; quizás en ese momento no lo supo, pero aquel acontecimiento comenzó a esbozar la corona de quien, en cuestión de años, se convertiría en el Rey del Terror.

De esta manera, las novelas cayeron una tras otra hasta formar el número cincuenta y seis; los cuentos se apilaron en ocho inmensos volúmenes; el más amplio compendio de literatura y cine de horror actual quedó resguardado en medio de la Danza Macabra; los monstruos y los gritos hicieron gala y eco tras las cortinas de la pantalla grande.

Con cada texto que pasaba por las editoriales, King rescataba un género, si bien no perdido, sí menospreciado. Los cheques compraron y ampliaron propiedades; sin embargo, en medio de un mar de cráneos que se expande en un cuarto de caldera, sólo se escucha el golpeteo de las teclas, mientras, en el papel, se escriben criaturas y hechos monstruosos apegados a lo sobrenatural y al terror cotidiano. No obstante, por debajo, yace una oscuridad más profunda: la pérdida de valores, cualidades y sentido humano en el individuo actual. Ambas historias se desarrollan a la par, la primera con ruido, mientras que la otra, como los verdaderos monstruos, ataca de manera lenta y silenciosa. De esta manera, Carrie (1974), tras su poder psíquico, revela la historia de los marginados sociales; El resplandor (1977), más allá de la locura y la psicosis, trae consigo el impacto de la fractura familiar; escondida tras la sed sanguinaria de Eso (1986), se desarrolla la triste historia de la infancia y su pérdida, de la inocencia y su corrupción; Misery (1987) revela el peligro latente ahí donde hay un amor nacido de las obsesiones, amor que se automutila al destruir al objeto de su deseo.

Tras cuarenta años de carrera, las hojas continúan cayendo una sobre otra mientras King recuerda sus manos abriendo la vieja caja de textos olvidados, el furioso palpitar de la sangre al salir del cine, su frustración de escritor anónimo acompasada por el llanto de los niños. Los dedos se detienen en el punto final, del papel surge el eco de un grito. El Rey sonríe. “Lo hice”, piensa. La corona invisible destella el resplandor rojizo del espanto, y en varias partes del mundo, los lectores, como moscas, se apilan en la caja de las librerías con un ejemplar de Stephen King entre las manos.

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