
Parece un despropósito ir al teatro a no ver. Aunque es verdad que, por lo general, una puesta en escena también se vale de la música y que poca relación tiene la vista con lo entretenido que resulte un diálogo ingenioso, ¿cómo perderse del movimiento de los actores por el escenario, de sus expresiones faciales y sus gestos? Si bien la vista suele ser el eje del goce de este arte, existe otro tipo de teatro, uno que se disfruta con los ojos vendados.
Aristóteles concluyó que el fin de la tragedia es provocar una catarsis en el espectador, la purificación a través del miedo y la compasión que se experimenta al ver el propio reflejo en los personajes de la obra. El espectador, aunque quedaba como punto y aparte de la acción en escena, era la unidad de medición del éxito de la obra: si éste se conmovía, la tragedia alcanzaba su fin. El teatro sensorial también busca la provocación de emociones y sensaciones en el público, pero lo logra utilizando medios radicalmente distintos a los de la tragedia clásica, los cuales consisten en estimular directamente los sentidos de los asistentes.
Quienes contamos con nuestros cinco sentidos íntegros le damos a la vista un lugar primordial y dependemos infinitamente de ella, nos demos cuenta o no. Aunque el oído, el olfato, el gusto y el tacto también nos proporcionen información sobre el mundo a nuestro alrededor, lo que vemos es lo que tomamos como verdadero. Además, en muchas ocasiones es la vista la que nos guía; así, por ejemplo, un transeúnte puede andar con los audífonos puestos, pero no con los ojos cerrados. El teatro sensorial nos invita a poner la vista en un segundo plano, mientras permitimos que los actores nos guíen a través de un viaje de sensaciones, olores, texturas y sonidos.
El teatro sensorial no necesita espectadores, sino participantes, pues quien asiste a un evento de este tipo hace todo menos ver una obra de teatro. La experiencia comienza con la indicación de colocarse unos goggles o una venda en los ojos, de manera que los asistentes queden a merced de los artistas, que se encargarán de hacerlos viajar, ya sea contándoles una historia o llevándolos paso a paso por un proceso de autodescubrimiento a través de los cuatro sentidos restantes.
Sin la vista se abre un espacio de vulnerabilidad. La única guía para el público son los actores, así que de ellos dependerá crear una atmosfera donde resulte seguro exponer la fragilidad para sentir, oler, oír e incluso degustar. Los actores del teatro sensorial deben convencer a los participantes de jugar junto con ellos —en inglés, el verbo play puede referirse a jugar o a actuar en una puesta en escena, y el teatro sensorial ilustra esta convergencia de significados. Lo que el actor solicita del público durante el espectáculo es que se una en la acción, de la misma forma en que, de niños, acordábamos con los amigos que éramos tal o cual cosa y vivíamos una aventura imposible, pero convenida por las partes implicadas.
Quienes consigan sumergirse en la obra de este modo inocente, se enriquecerán al percatarse de las posibilidades que tienen para conocer con sus demás sentidos. Aunque, por otro lado, hay que decir que esta clase de experiencia puede resultar desafiante para algunos: los más introvertidos podrían sentirse invadidos en su espacio y quizá se resistan a entrar en el juego. Así, el teatro sensorial también revelará nuestro nivel de confianza y apertura para dejarnos guiar por otros.
Pese a que el público es llevado por el mismo grupo de actores, nadie vive la misma obra de teatro: ni el que se niega a jugar ni el que decide fundirse con la atmósfera creada. El teatro sensorial constituye una experiencia única para cada persona, pues resulta más fácil que todos los espectadores de una obra tradicional coincidan en que vieron al villano meterle el pie al personaje principal, a que todo un grupo encuentre agradable un mismo aroma o sabor. La vainilla, por ejemplo, puede resultar muy dulce para unos, demasiado común para otros, y para algunos más ser un gran clásico. Con cada estímulo se provocan reacciones internas en los asistentes —agradables o no—, que los llevan a descubrir algo sobre sí mismos. Todo gracias a permitir que los sentidos que usualmente hablan en voz baja o se encuentran silenciados tomen la palabra.
