Me acuso de haber pervertido una de las mejores frases de uno de los álbumes más relevantes de la historia del rock —y de mi banda favorita— con tal de ganar un premio. Sucedió así: cuando terminé la primaria, mi madre me inscribió a un curso de superación personal en el extinto Colegio Nacional de Pentatletas, el cual se valía de la oratoria y de certámenes de discursos para forjar nuestro carácter; así, cada sábado pasaba la mañana declamando y oyendo motivadoras disertaciones, siempre preparado con una para ser “improvisada” de forma convincente y articulada. A medida que pasaban las semanas, establecí una rivalidad con una niña que, como yo, acumulaba banderines al Mejor Discurso o al Mérito Especial, tanto que el día de la graduación estábamos empatados en el número de premiaciones.
Hacía poco tiempo me había desencantado de una famosa banda cuyos miembros se pintaban la cara, tocaban un rock muy simplón y abordaban temas tan superficiales como “rocanrolear toda la noche”. Entonces, un día mi hermano mayor llegó con un álbum que le había prestado un amigo: The Dark Side of the Moon de Pink Floyd. Lo escuché una vez y jamás volví a oír a los pintarrajeados: mi atención entera estaba en estos ingleses cuyo rock, entre psicodélico y progresivo, me cautivó y cuyas letras me intrigaron al punto de tomar un diccionario inglés-español para, palabra por palabra, intentar descifrar qué era lo que decían.
La última canción del álbum, titulada “Eclipse”, enlista casi de modo exhaustivo todo lo que se puede hacer bajo el Sol, rematando con una críptica línea final: “…todo lo que ves, todo lo que tocas […] todo lo que creas, todo lo que destruyes… todo lo que es ahora y todo lo que se fue y todo lo que será; todo lo que existe bajo el Sol está en armonía, pero el Sol es eclipsado por la Luna”.
Aunque lo intuía, en ese momento no tenía claro que dicho álbum conceptual hace referencia al lado oscuro de cada persona, a la “sombra” que refería Carl Jung: ese aspecto de nuestra personalidad que negamos y nos parece vergonzoso o ruin, pero que sirve para explicar algunos actos y pensamientos. En el álbum, Pink Floyd hace referencias a la locura, a la soledad y a la alienación que desde entonces eran inevitables en la sociedad occidental; pero a mí, a pesar de mi escaso dominio del inglés, me permitió llegar ese sábado de curso con un inesperado as bajo la manga.
Esa sesión me tocó improvisar sobre el entusiasmo. Me dieron un par de minutos para preparar mi discurso: armé una entrada, una serie de reflexiones y el remate que ya tenía en la cabeza, con el que —según yo— me llevaría el banderín al Mejor Discurso Improvisado de esa ceremonia final. Lo que dije, inspirado por la traducción deficiente que logré, fue: “…recuerden, no importa el tamaño del problema que tengan enfrente: el Sol mismo puede ser eclipsado por la Luna”.
Al final, mi pequeña rival —cuyo nombre hace mucho no recuerdo— obtuvo el mismo número de banderines que yo y salió de mi vida. A pesar de eso, muchas veces me pregunto cuántos de quienes asistimos a esos cursos aún creen en la superación personal y cuántos siguen pronunciando discursos en público. En lo personal, ahora que soy maestro, me dedico a hablar frente a grupos de extraños… aunque después mi labor es hacerlos hablar en inglés, tal como ese cuarteto de británicos que inspiraron en mí un enorme gusto e interés por la lengua de Shakespeare.
Por su parte, este año el álbum en cuestión cumple medio siglo de haber sido lanzado al mercado y, aunque es un cincuentón hecho y derecho, sigue cautivando a nuevas generaciones con sus prodigios musicales y con sus letras, llenas de profundos significados que —cuarenta años desde la primera vez que las escuché—siguen dándome nuevas ópticas a la demencia que implica vivir en el siglo XXI.
A veces me pregunto qué habría pasado si mi hermano no hubiera llegado ese día con el álbum, si la traducción que intentamos hacer no hubiera sido tan burda, si mi madre no hubiera creído necesario darme la experiencia del curso y si yo no me hubiera enfrascado en esa competencia absurda por obtener más banderines; pero también me asombra cómo una decisión pequeña y aparentemente trivial forma un complejo entramado de causas y efectos que puede hacernos conocer un ideario que defenderemos a muerte, a personas que amaremos sin medida o, incluso, llevarnos a aquello que provocará el fin de nuestra vida en la Tierra…