Ilustración para TIME por John Ritter
Todo el mundo sabe que, en los años sesenta, el estado de California se consideraba el epicentro de un movimiento social de protesta contra la guerra que su país libraba en Vietnam, y que practicaba el amor de un modo libre y expandía su conciencia mediante el uso de drogas psicotrópicas. Al tiempo, los sociólogos llamarían a dicho movimiento “la contracultura”, y ésta marcaría de modo determinante la historia de la cultura occidental. Pero toda esa revolución del pensamiento no tuvo su origen en California, sino en México, en la zona donde se asientan Cuernavaca y su vecino Tepoztlán…
En 1967, entre el 16 y el 18 de junio, tuvo lugar el Monterey Pop Festival: un festival musical de tres días de música en el que saldrían a la luz pública figuras de gran trascendencia artística y social, como Janis Joplin y Jimi Hendrix, y se haría visible el movimiento hippie y su motto: paz y amor. Monterey, hasta cierto punto, marca el nacimiento oficial de la contracultura, la cual había estado gestándose desde la década anterior y se distinguía, justo, por su rechazo a los valores tradicionales de la cultura estadounidense: la moral del cristianismo protestante, el matrimonio monógamo, el capitalismo, el utilitarismo, la industrialización, el “sueño americano” y la intervención militar en Vietnam.
Fue el historiador estadounidense Theodore Roszak quien, en su libro The Making of a Counter Culture: Reflections on the Technocratic Society and Its Youthful Opposition—La creación de una contracultura: reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su joven oposición— (1969), acuñó el término y definió sus alcances históricos: en Occidente, desde los años de la Revolución Industrial, los mecanismos sociales habían pasado de usar la técnica para el servicio del hombre a convertir a la gente en “recursos humanos” que alimentan y hacen funcionar el enorme engranaje económico y tecnológico. Y, a mediados de los sesenta, un vasto grupo de jóvenes de cabellos largos, barbas descuidadas y moral relajada desafió a esta sociedad tecnocrática, oponiéndose a seguir siendo “carne de cañón” en una guerra que se libraba al otro lado del mundo por ideales que ya no compartían, y a seguir el estilo de vida de sus padres: estudiar, graduarse, encontrar un empleo, casarse, tener hijos, comprar una casa y seguir trabajando sin descaso hasta el momento de la muerte o el retiro. Para estos jóvenes, la vida era algo más que eso. Quizá, mucho más que eso.
Pero, aunque así pudiera parecerlo, tal perspectiva de la vida y sus repercusiones no sucedieron de modo espontáneo ni tampoco fueron la reacción natural de una sociedad en busca de respuestas. La contracultura estadounidense surgió por la intervención de los académicos: psicólogos, médicos, antropólogos y sociólogos de élite, que trabajaban en la prestigiosa Harvard, en la UCLA —Universidad de California en Los Ángeles— y en Berkeley, quienes desde los años cincuenta estudiaban, por un lado, el tejido social de su tiempo en contraste con otras organizaciones sociales primitivas y, por el otro, investigaban el impacto en la psique del uso de drogas psicotrópicas rituales y su posible uso terapéutico para aminorar o curar algunos de los males del hombre moderno.
Uno de dichos académicos fue Timothy Leary. Este psiquiatra estadounidense, nacido en 1920 y que murió en 1996, fue uno de los primeros investigadores del uso terapéutico de drogas psicotrópicas en ambientes controlados y, con el tiempo, el principal promotor del uso del LSD entre la población en general. En algún momento de la historia, el presidente Richard Nixon lo calificaría como “el hombre más peligroso de los Estados Unidos”, pues sus ideas y prácticas, se pensaba, podían conducir a la caída de la sociedad estadounidense.
Pero antes de convertirse en el apóstol de las drogas, Tim Leary era un psiquiatra que formaba parte de la élite académica de Harvard e investigaba a ciertas comunidades mexicanas que usaban hongos alucinógenos con fines ritualísticos. En 1960, a punto de cumplir cuarenta años, Leary sufría una crisis personal. En ese momento crucial de su vida, su colega Frank Barron le habló de unos “hongos mágicos” y de los efectos benéficos que habían tenido en su vida, pero le advirtió que no hablara de ellos en su trabajo porque podrían desacreditarlo. Fue en el verano de ese mismo año que Leary recibió una invitación de Anthony Russo —quien también había probado los hongos Psilocybe mexicana— para viajar a Cuernavaca y ser huésped en una villa situada a las afueras de la ciudad y que es, o fue, conocida como “La casa del moro” [1] por su estilo arquitectónico arabesco. En ese ámbito cálido, selvático y relajado, que en aquel tiempo y para los ojos de un estudioso como Leary debe de haber sido algo muy cercano al Paraíso, fue que finalmente decidió probar los hongos alucinógenos junto con Barron y dos colegas más: Richard Alpert y Richard Dettering.
Leary describe su experiencia alucinógena vívidamente, con lujo de detalles y una perspectiva casi poética en su libro High Priest —Sumo sacerdote— (1968). En este recuento, el psiquiatra primero da fe de los efectos físicos de la ingestión de psilocibina: el mareo, el júbilo, la sensación de estar flotando. Pero al poco tiempo, Leary empieza a sentir la disolución de su ser individual y entra en contacto con lo que él llamó “su ser más profundo, Dios, la unidad de Buda”. Según sus propias palabras, en las cuatro horas y siete minutos que duró la jornada en su córtex, aprendió más sobre su cerebro que en quince años de investigación académica; tras el viaje visionario, regresó como un hombre distinto, pues “una vez que corres el velo de la conciencia jamás vuelves a ser el mismo”. En los años que siguieron a esa ocasión en que ingirió siete hongos en un jardín en México, Leary dedicó todo su tiempo y energía a la exploración y descripción de esos “extraños y profundos reinos”.
Y entonces, ¿por qué afirmó que la contracultura sesentera nació en México? Porque fue a partir de su viaje a Cuernavaca —y de su otro viaje, hacia su propio interior— que Leary asumió la misión de compartir dicha revelación con el mundo, promoviendo el libre uso de drogas alucinógenas como el LSD entre toda la sociedad. Esto abonó el terreno para Monterey, para el verano del amor, para The Doors y para los hippies, para el love and peace y para toda la cruzada psicodélica que cuestionó a la autoridad y buscaba pensar por sí misma. En otras palabras, la contracultura estadounidense germinó en México, en un jardín en Cuernavaca, muy cerca de donde nuestros antepasados mexicas rendían culto al dios Tepozteco en el cerro del mismo nombre, cuya cima contemplo mientras pongo el punto final a este texto. ¿Será que este sitio, que muchos consideran sagrado, habrá tenido algo que ver con la revolución de la conciencia? Difícil precisarlo, pero quizás a estas alturas ya tendrás tu propia respuesta…
[1] A pesar de mis pesquisas, hasta el día de hoy no he podido confirmar si dicha villa sigue en pie o si ya fue demolida.