Todo lo hice mal: una reflexión

Todo lo hice mal: una reflexión
Josué Ortega Zepeda

Josué Ortega Zepeda

Andanzas

Hace algunos años, después de quejarme por una situación difícil en mi vida, mi madre me contó un cuento. Y yo te lo comparto a ti ahora:

Había un anciano muy pobre y viudo que vivía en un jacal, con su único hijo. Cierto día, debido a la sequía que azotaba la región, un hermoso caballo salvaje bajó desde las montañas hasta el establo del anciano para consumir el poco alimento y el agua que ahí encontró. Los vecinos del viejo, al enterarse del prodigio, se apresuraron a felicitarlo: “¡Qué suerte la tuya! —le dijeron— ¡Mañana mismo, tu hijo podrá bajar a la ciudad a vender el caballo a muy buen precio y así dejarán de ser tan pobres!” El viejo, por su parte, sólo se limitó a contestarles: “¿Y quién les dijo a ustedes que esto es buena suerte?”

Un día después, cuando el hijo del anciano intentaba alistar al caballo para llevarlo a la ciudad, éste le dio una coz tan fuerte que le rompió una pierna. Una vez más, los vecinos se acercaron a la entrada del jacal: “¡Qué mala suerte! ¡Nos apena mucho esta situación!” El viejo, esta vez, les respondió: “¿Y quién les dijo a ustedes que esto es mala suerte?”

A la mañana siguiente, emisarios del emperador llegaron al poblado para reclutar a todos los jóvenes, pues una guerra estaba a punto de comenzar. Como era obvio por su lastimera situación, el hijo del anciano fue eximido de su obligación con el ejército. De nuevo, los vecinos del viejo acudieron a visitarlo: “¡Qué buena suerte! Qué felicidad debes sentir porque tu único hijo no te abandonará”. El anciano, con su enigmático razonamiento de siempre, volvió a las andadas: “¿Y quién les dijo a ustedes que esto es buena suerte?”

El cuento termina ahí, pero si lo analizamos con detenimiento, bien podría continuar hasta el infinito. Y quizás el título del artículo que lees debería ser algo así como “Un error afortunado”; es decir, yo tendría que contarles una monumental tontería de mi parte que hubiera desembocado en un milagro, un prodigio, en prosperidad económica o vayan ustedes a saber en qué otra situación afortunada, quizás algo parecido a lo que le pasó a Alexander Fleming, quien por un descuido dio de narices con la penicilina y, así, incrementó considerablemente la esperanza de vida de la humanidad e inició la era de los antibióticos.

Créanme cuando les digo que repasé una y otra vez mis cuarenta y ocho años de vida en este mundo para descubrir un error afortunado en mi haber, y tengo que confesar que no encontré ninguno. Incluso, llegué a la conclusión de que he hecho todo mal en mi vida: siempre fui un estudiante mediocre; entendía lo que decían los profesores, pero la verdad es que la escuela me importaba menos que un cacahuate —porque me encantan los cacahuates—; cursé la carrera de Diseño Gráfico, pues con un padre pintor y mi vena de artista, la sabiduría popular me convenció de que era la perfecta media entre ser creativo y no morirme de hambre… ¡Iluso de mí! Ya que quienes gozan “las delicias” de dicha profesión podrán dar fe de que tal razonamiento no puede estar más alejado de la realidad.

Luego, cuando tenía veinticinco años, embaracé a mi entonces novia y ahora esposa. Nos casamos… y así firmé mi condena como destacado traidor de los dos estatutos más importantes de nuestra ilustrada sociedad, pues uno dice que si pretendes ser un ciudadano respetable, debes contar con licenciatura, maestría y doctorado; ascender en el esquema laboral hasta ganar el suficiente dinero como para viajar a Europa, y entonces —sólo entonces—, por ahí de los treinta y cinco años, casarte, tener hijos y, al fin, fundar las bases de una vida feliz.

El segundo estatuto que me atreví a traicionar dicta que todo aspirante a artista debe fumar, emborracharse, ser estrafalario en su vestir e incondicionalmente de izquierda, estar absolutamente enamorado de sus disparates internos y, jamás de los jamases, tener una relación sentimental estable; así, debería vivir y morir como una especie de antihéroe, pobre o rico, pero totalmente incomprendido. Entonces, a mi muy corta edad, yo era malo como artista y malo como miembro destacado de la maquinaria económica.

Y si crees que ahí acabaron mis tarugadas, te equivocas: por si fuera poco, en 2006, con toda la intrepidez y buen juicio del Chapulín Colorado, agarré mis “chivas”, a mi esposa y a mis dos bebés, y me mudé de la CDMX al estado de Querétaro, que durante el primer año nos recibió con un medio hostil, ocho meses de desempleo y tres inundaciones marca Noé.

Una noche reciente, mi esposa y yo, después de un silencio prolongado, adoloridos en el alma y el cuerpo por tantos años sobre el ring sin que a la pinche campana se le diera la gana sonar, reflexionábamos a oscuras sobre todo lo que nunca habría pasado si hubiéramos elegido un camino diferente: mi madre nunca se habría atrevido a venirse a Tequisquiapan a vivir una vida más tranquila y feliz; mi sobrino nieto jamás habría nacido; nunca habríamos gozado de la alegría de ver a mi hijo mayor sonreír como nunca por haber sido galardonado por un cortometraje en un concurso de animación, y jamás habríamos disfrutado viendo a mi hija actuar con tanta pasión en sus puestas en escena de la Licenciatura en Artes Escénicas —y en este caso particular cabe resaltar el jamás, pues hace poco y de buena fuente nos enteramos de que unos maleantes en la CDMX pensaban secuestrarla.

Y, al final, si no me hubiera decidido a ser un “Godínez” cualquiera, nunca, en la recepción de la empresa donde trabajo, habría encontrado aquel periódico con una entrevista a Franz de Paula, la cual me llevó a conocer la revista Bicaalú y, por ende, hoy tú no estarías leyendo esta reflexión.

¡Un momento! Ahora que lo pienso, toda mi vida ha sido un error afortunado del cual no estoy arrepentido ni siquiera un poco. Es más, doy gracias a los dioses que pudieran existir —como diría Mandela— por, literalmente, darme la oportunidad de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Ahora, con las manos en el teclado, pienso que la vida no se trata tanto de errores afortunados o de aciertos desafortunados, sino de simplemente optar por ver con alegría —o, a veces, con tristeza— la construcción irregular, única e irrepetible de esta sucesión de cosas a la que llamamos “vida”.

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