A veces pienso que no hay nada tan delicioso como dibujar.
Vincent van Gogh
Para mí, dibujar es dejar que una línea se vaya de paseo. Es permitirle a tu mente deambular de la mano de una pluma y jugar un poco. Es la imaginación en papel. Y si puedes imaginar, puedes hacer todo lo que quieras.
El dibujo es la mirada de la imaginación. Aprender a dibujar es, en realidad, aprender a observar, y eso significa mucho más que mirar con los ojos. Es entender y preguntarte. Dibujar no consiste sólo en lo que ves, sino en lo que puedes hacer que otros vean.
El dibujo es una de las bases del arte. Es la expresión creativa más directa y espontánea, algo paralelo a la escritura, porque revela tu personalidad y su lenguaje es universal. Tomar un lápiz te obliga a ir directo al núcleo, al centro, al origen. Por eso no hay forma de hacer trampa cuando dibujas: lo haces bien o no lo haces bien, como decía Salvador Dalí. El dibujo es como un espejo, en él te reflejas, en él se nota tu libertad o tu miedo. En tu dibujo se nota quién eres, se nota cómo piensas, se nota cómo ves al mundo.
Por supuesto, su aprendizaje es un proceso y está abierto a quien esté dispuesto a descubrirlo. Y su principio es muy sencillo: dibujar es poner una línea alrededor de una idea. Es ir deshilvanando una visión, natural y sencillamente. A diferencia de tomar una foto —que es una captura instantánea de una escena en el tiempo, un segundo irrecuperable—, cuando dibujas estás construyendo gradualmente algo de la nada y estás sumergido en ese momento que se estira, como si estuvieras fluyendo en un río.
Es como una especie de meditación. Y cosas interesantes surgen de ahí. Por eso, dibuja todo el tiempo. Carga contigo un cuaderno, haz apuntes de todo, boceta continuamente; en algún momento te darás cuenta del carácter que estás creando. Dibujar es la mejor forma de mantener fresca tu curiosidad.
Como actividad creativa por excelencia, el dibujo es una habilidad que cualquier persona puede aprender si se dedica con constancia. Escucho a mucha gente decir que no sabe dibujar, con cierto tono de miedo. A la crítica, sobre todo. Pero cuando eres niño eso no te detiene, sólo lo haces. Si le das un lápiz a un adulto y lo pones a dibujar frente a un grupo de gente, es probable que el sudor y los nervios se apoderen de su ser y termine bloqueado, no sin antes justificarse diciendo que sus habilidades son otras, no esa.
En cambio, si le das a un niño un lápiz, lo más probable es que te entregue un universo. Me pregunto qué le habrá pasado a ese niño. Mi sospecha es que el adulto en quien se convirtió lo fue asfixiando poco a poco bajo la almohada de la monotonía. Se le secó la mente y se le murió la vida.
Pero, si te permites descubrirlo, el dibujo te enciende por dentro. No es una actividad exclusiva de los niños. Es una actividad bella que va redefiniendo y transformando la forma como ves al mundo y te relacionas con él. Y no tienes que ser un genio para hacerlo: tu propia identidad se irá destilando de tus dedos, pero sólo si de verdad amas hacerlo.
Viéndolo bien, Van Gogh no sabía dibujar, pero su amor por hacerlo lo hizo producir dibujos extraordinariamente intensos y expresivos. Finalmente de eso se trata: de expresarte; la dosis de intensidad va a tu gusto. Lo importante no es dibujar como alguien más lo haría, sino como sólo tú lo harías.
Existe una forma convencional de ver al dibujo: en un sentido estricto, “saber dibujar” significa dominar de forma precisa y realista las proporciones, la perspectiva, el volumen, la textura y la forma en que se comportan la luz y la sombra. Pero eso no significa que quien lo hace acaba creando obras de arte.
Lo mismo sucede en el sentido inverso: no porque dibujes “raro” tu dibujo deja de ser brillante. Ese toque raro lo hace aún más singular, puede darle más carácter incluso que un dibujo perfecto y frío. Todo depende de tres cosas: de tu propio estilo, de lo que estás contando y de tu forma de contarlo.
Lo primero que tienes que aprender para dibujar es la habilidad de soltar, de dejar ir, de que no te importe equivocarte. No tienes que dibujar como Leonardo Da Vinci, y no tendría por qué ser así. Él dibujaba así porque vivía, trabajaba y pensaba así. Lo mismo con Van Gogh o Picasso: sus dibujos eran producto de sus realidades, y éstas radicaban en sus mentes.
Nadie nace dibujando. Es una habilidad que vas construyendo y, al mismo tiempo, te vas construyendo tú mismo. Por eso, hay una probabilidad de que en tu interior exista un estilo inimitable que aún no descubres, uno que valdría la pena que conocieras, le tomaras cariño y lo compartieras con el mundo.
Esas cosas lo ayudan, salvan al mundo porque nos salvan a nosotros mismos. Lo que al mundo le hace falta es gente que se sienta viva. Cuando dibujas, estás creando algo vivo: esa es la sustancia vigorizante y adictiva que hace bombear tus venas, y justo ahí te das cuenta de que eso es tuyo, cuando te excita las neuronas. Cuando expresas esa emoción siempre resulta auténtica, porque pulsa y se siente como un amor genuino. Puede ser una pasión por dibujar, por una persona o por dibujar a esa persona.
Una de las primeras cosas que hizo el ser humano para expresarse —de seguro casi al mismo tiempo que la música— fue dibujar sus experiencias en las rocas. La necesidad de contar lo que sentimos nos induce a buscar formas y medios que ajusten naturalmente con nuestro propio ritmo interior.
Esa es nuestra identidad, como especie e individuos: la capacidad de contar historias que nos emocionen. Lo importante es que te sientas vivo al contar tu forma particular de ver al mundo. No necesitas un lápiz: puedes dibujar con palabras, con notas, códigos o números. El dibujo es el diseño primigenio de toda concepción humana. La civilización entera comenzó siendo un dibujo.
Yo realmente creo que en toda la historia humana, desde la prehistoria hasta este distópico presente y el incierto futuro, dibujar ha sido, es y será un extraordinario foco de creatividad, atención, introspección y abstracción. Usemos estas cuatro ideas como tintas para redibujar nuestra humanidad…