Una casa de lámina en medio de un terreno baldío

Una casa de lámina en medio de un terreno baldío
Miguel Ángel Hernández Acosta

Miguel Ángel Hernández Acosta

Relatos de la vida real

La nuestra, más que de terror, se trataba de una historia de incertidumbre. Éramos niños y nuestras preguntas pocas veces obtenían una respuesta satisfactoria. Mi prima Marina, con quien compartía la edad, tenía dos hermanas mayores que la asustaban con historias salidas de su imaginación. Tal vez por ello, cuando nos quedábamos solos, ella ejercía conmigo el mismo terrorífico juego.

A principios de los años ochenta, los niños éramos más libres, ya que nuestros padres nos permitían vagar por las calles de Pachuca sin supervisión. Hoy, ese exceso de confianza me parece extraño; no alcanzo a comprender cómo, a los seis años de edad, me dejaban abordar el camión sin la compañía de un adulto.  Por esa misma razón, no una, ni dos, sino muchas tardes, sin nadie que detuviera nuestra fantasía, me senté en la banqueta fuera de la casa de la abuela a escuchar las historias de Marina: sobre ovnis, fantasmas —algunas que parecerían sacadas del programa La mano peluda, y muchas más que, como ya aclaré, eran “originales” de mis primas las mayores.

“¿Estás segura de que ahí vive una bruja?”, le pregunté un día en que nos quedamos a dormir en casa de la abuela. Marina asintió y me dijo que alguna vez había oído a la abuela gritarle a la anciana que habitaba ese cuartucho de lámina que tanta desazón nos producía. Me contó, además, que de aquel lugar salían ruidos extraños, y que si uno se asomaba al interior, podía ver a un puñado de cerdos gruñendo desesperados mientras corrían en medio del terreno baldío.

La pequeña casa de lámina se encontraba en el rincón más alejado de un terreno que colindaba con las instalaciones de la Universidad Autónoma de Hidalgo, en la calle de Abasolo. El baldío, sin embargo, sólo era visible si se subía por la calle de Doria; estaba protegido por un portón oxidado con un agujero por el que nos asomábamos para ver la pocilga y el mar de basura que los estudiantes de la universidad arrojaban desde sus aulas con ventanas. Fuera de eso, nada se distinguía, a no ser los puercos, que se paseaban tranquilamente hasta que de pronto les entraba una especie de calambre o susto y se ponían a correr como locos. No sé qué más me habrá dicho Marina sobre la supuesta bruja, pero recuerdo que entonces no había nada que me diera tanto miedo —en especial cuando debía hacerlo solo— como pasar frente a aquel terreno de camino a la vecindad donde vivía la abuela.

En ocasiones, el miedo que Marina despertaba en mí venía acompañado de lágrimas o risas nerviosas. Con todo, una tarde acepté el reto de ir y asomarme por el agujero del portón de lámina, y de no moverme de ahí hasta vislumbrar a la bruja o descubrir de dónde venían aquellos sonidos extraños que semejaban maullidos o lamentos. Hoy casi puedo mirarme, de seis o siete años, flaco y bajito como era, dirigiéndome hacia ese lugar “embrujado”. Mi prima seguía mis pasos con una sonrisa en el rostro, segura de que no cumpliría con el desafío.

Dicen que siempre recordamos la lluvia y que, por eso, cuando narramos alguna vivencia, somos capaces de decir: “En aquella ocasión llovía”, por ejemplo. A mí me pasa algo similar con el viento. En Pachuca, todos los días hace viento y quizá por ello en mi memoria siempre hay una corriente que agita las playeras o que hace temblar una lámina provocando un silbido tenebroso. Recuerdo que ese día hacía viento y que la basura en el interior de aquel terreno se arremolinaba ya en una esquina, ya en otra. El sonido de la ventisca atravesando las láminas tenía ese tono monocorde que casi todos asocian con la adversidad, pero que para un pachuqueño es el pan de cada día. De pronto, mientras estaba atento a lo que la mirilla me permitía ver, observé a un marrano hurgando en la basura, intentando encontrar algo para comer. Luego comenzó a gruñir de dolor y a correr sin motivo aparente. Fue entonces cuando vi que la puerta de aquella choza de lámina se abría, y el ruido lastimero que Marina había descrito se transformó en una risa inusual.

A veces uno se imagina que las historias espeluznantes se desarrollan en casas abandonadas o habitadas por seres malvados; quizá por ello mi prima atribuía a una bruja la propiedad de la casucha. En este caso, a decir por su exterior —el sustantivo “fachada” sería inexacto—, uno no podía concebir que alguien viviera en la desvencijada casita, sin embargo, en aquella ocasión vi salir de ella a un joven o a un niño —por la distancia me resultó difícil precisarlo—, que se movía con dificultad y se carcajeaba.

Unas manos se aferraron a mis hombros. Me giré dispuesto a contarle a Marina lo que había visto, pero en lugar de a mi prima, me encontré con una anciana desdentada y con el rostro descompuesto que, después de mucho maldecir, me preguntó qué estaba haciendo ahí. No sé cómo terminamos en el interior del terreno, pero recuerdo que Marina y yo nos despedimos de la anciana prometiendo volver sólo si nuestra intención era jugar con aquel niño, que no era un ente monstruoso, como nuestra imaginación había sugerido, sino un chico discapacitado quien vivía con su abuela pordiosera. Los cerdos —asumimos más tarde, pues no tuvimos el valor de preguntar— corrían despavoridos al ser asustados por el niño en alguno de sus juegos solitarios, o por los estudiantes que se divertían arrojando desperdicios desde las ventanas.

Claro está que muerta la fantasía de la bruja y de los puercos enloquecidos, ni mi prima ni yo nos interesamos en volver a aquel lugar. El terreno y la casita de lámina llevan largo tiempo abandonados. Del niño y su abuela ya nadie se acuerda, ni sabe qué pasó con ellos. Marina ha dejado de contarme historias, pero a veces pienso que con la imaginación que teníamos en ese entonces cualquier casa habría encerrado un misterio, y a lo mejor nosotros mismos seríamos los personajes de una historia extraña. Tal vez sí lo seamos.

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