El parque donde jugaba de niña fue antes cementerio, convento y huerta. De esto me enteré hace poco, cuando daba un paseo por ese jardín colmado de recuerdos. Admiraba el templo que se alza en el ala este del parque y me acerqué a leer una placa conmemorativa: “Capilla de San Lorenzo Mártir. Construida hacia los fines del siglo XVI. Declarada monumento.” Rodeé el edificio y puse las manos sobre la piedra volcánica. Al bajar la mirada, parcialmente escondida por la hierba amarillenta, descubrí una lápida.
Una obra rústica
Le pregunté a un arquitecto amigo de la familia si conocía aquel templo y me contestó que sí. “La capilla de San Lorenzo Xochimanca —dijo— es una joya perdida en la Colonia del Valle, pues los edificios novohispanos más antiguos se encuentran, por lo general, en el Centro Histórico”. Me explicó que la manufactura burda y la falta de proporción que presenta el edificio son muestra de que fue construido por un maestro de obras —de la orden de los franciscanos— que, a su leal saber y entender, intentó reproducir alguna iglesia que había visto en Europa. Al final, la ingenuidad de esa cúpula que en nada semeja a una media naranja se convirtió en motivo de candorosa belleza.
Pero hay más. En la fachada norte puede apreciarse la huella de una construcción que estuvo adosada a la capilla, quizás un pequeño claustro. O sea que en ese espacio, a sólo media cuadra de Insurgentes y el Parque Hundido, donde gozaba jugando al escondite con mis amigos, ¡deambulaban monjes franciscanos! Y, por si fuera poco, ¡bajo nuestros pies se encontraban enterrados decenas de cadáveres!, ya que hasta 1918 una buena parte del terreno se utilizó como panteón. De haberlo sabido en aquel entonces, seguramente habríamos organizado excavaciones clandestinas para, con un poco de suerte, encontrar una calavera y salir en la primera plana del periódico.
Yo, que de niña soñaba con ser arqueóloga, decidí que la historia era demasiado jugosa para dejarla pasar, así que continué indagando. Entrevisté a María de Jesús Real —cronista de la Delegación Benito Juárez— acerca del templo de San Lorenzo Xochimanca y el barrio conocido de igual forma. Ya mi padre me había contado que las calles de esa parte de la Colonia del Valle habían sido bautizadas con nombres de flores y frutos porque la agricultura era la principal actividad de la zona. Me maravillaba imaginar que en esos pasajes —ahora flanqueados por edificios, casas y comercios— se cultivaban fresas, manzanas o moras, entre balidos, mugidos o piares. Sin embargo, el relato de María de Jesús logró teñir con mayor claridad la imagen de aquel pueblo desaparecido pero no olvidado.
Sincretismo arquitectónico
La estrella del barrio de San Lorenzo Xochimanca era la iglesia que, si tomamos en cuenta la manía de los españoles por destruir los templos de los conquistados y reciclar el material para construir los propios, bien podría estar hecha de los restos de alguna pirámide. Los nativos, además de presenciar la ruina de sus monumentos, tuvieron que ayudar en la construcción de esos edificios cuadrangulares rematados por cúpulas o cruces, que seguramente a ellos les parecían feos y misteriosos. Para compensarlos, los evangelizadores les permitieron dejar una marca personal en el diseño de los primeros templos novohispanos; muestra de ello son las flores propias de la imaginería indígena que conviven con el escudo franciscano en el arco triunfal del templo de San Lorenzo Xochimanca. A esa cohabitación de manifestaciones artísticas los expertos le llaman arte tequitqui.
Visualicemos, entonces, un terreno extenso con un templo, un claustro, un cementerio y una huerta, donde los monjes cultivaban flores. Ése era el zócalo —por decirlo de alguna manera— del barrio de San Lorenzo Xochimanca. En las calles, angostas y polvorientas, los indígenas crearon huertos, cuyos frutos y granos —maíz, principalmente— llegaron a abastecer, incluso, a los habitantes de la capital de la Nueva España.
Durante siglos, la vida continuó siendo sencilla y tranquila en el barrio de San Lorenzo, así como en los pueblos de Nonoalco, San Juan, Actípan, Tlacoquémecatl, Santa Cruz y los límites del Rancho de los Amores, que conformaban la antigua municipalidad de Mixcoac. Sin embargo, durante el Porfiriato, algunos miembros de la élite pusieron el ojo en la zona, por lo que empezaron a construir en ella suntuosas casonas de descanso. Además, para comodidad de los nuevos residentes, se abrió una gran avenida, la Vía del Centenario, que hoy conocemos como Avenida de los Insurgentes.
Las ladrilleras —que abrieron sus puertas a finales del siglo antepasado— trajeron consigo un nuevo oficio a Xochimanca, por lo que muchos abandonaron los huertos para dedicarse a la fabricación de tabiques y macetas. Mas no tardaron demasiado en retomar la agricultura, ya que las ladrilleras fueron clausuradas debido a la explotación de la tierra y a la quema de materiales. De este episodio, quedan tres gigantescos vestigios a desnivel que antes albergaban minas de arena: el Parque Hundido, la Monumental Plaza de Toros México y el Estadio Azul.
La voz de la cronista
“Con la llegada de la Revolución —me explica María de Jesús— los pueblos de Mixcoac fueron vendidos o fraccionados para el reparto agrario de 1915. Los habitantes originales se convirtieron en floricultores y por todas partes comenzaron a nacer jardines. La compañía fraccionaria fue la Colonia del Valle S. A., que poco a poco fue absorbiendo los terrenos comunales para trazar magníficas vías y construir casas […] Cuando se construyó el parque de Xochimanca, las familias comenzaron a emigrar, principalmente a Iztapalapa.”
Aunque, al parecer, ya nada queda del barrio de San Lorenzo, cada diez de agosto el pasado revive. Los vecinos que aún conmemoran las tradiciones de sus abuelos o bisabuelos organizan la feria de San Lorenzo Xochimanca, una auténtica “fiesta de pueblo”. Todo comienza al amanecer, cuando los asistentes le cantan “Las Mañanitas” a San Lorenzo —acompañados por marimba o mariachi— y celebran una misa; al terminar ésta, algunos vecinos ofrecen tamales, atole y pan de dulce. A las seis de la tarde, se coloca la portada de flores en la puerta de la iglesia y se dan por terminadas las actividades, pues hay que reunir fuerzas para el día siguiente, cuando se lleva a cabo la fiesta en grande y todos celebran con música, castillos de fuegos artificiales, puestos de comida, espectáculo de danzantes y el concurso del palo encebado.
Si vives en la capital mexicana o en cualquier otra gran ciudad de la República, te invito a dar un paseo por las calles de tu colonia y a mirar a tu alrededor con ojos distintos. Podrías —como me sucedió a mí— descubrir historias fabulosas enclavadas en medio de la cotidianidad. Hazlo antes de que cada rincón sea invadido por edificios de oficinas o complejos departamentales, y de que todos los tesoros hayan quedado sepultados bajo la megalópolis.