“¡Catorce años en la misma escuela! Debes estar loca, con razón eres medio rara”, me han llegado a decir. Y catorce no fueron suficientes. Al terminar la universidad, regresé a trabajar como maestra durante un par de años.
¿Qué tiene de raro? Disfruté mucho ir a mi escuela. Era —y sigue siendo— un edificio bonito, con espacio para correr hasta el cansancio, rodeado de extensas áreas verdes. Tiene un auditorio de mil festivales, una alberca con agua tibia y un reloj solar que reina a mitad del patio, el cual apura o serena a los alumnos según las circunstancias. La principal característica: es japonesa.
Formar parte de una institución educativa que busca hermanar la cultura mexicana y la nipona fue una gran aventura. Algo paradójico considerando la naturaleza de ambas partes, pero también innovador. Quizá por ello más de una persona ha opinado que soy “diferente”. Me han calificado de muchas cosas: perfeccionista, obstinada, compulsiva, terca, necia, excesivamente franca… aunque también han utilizado adjetivos más halagadores, como: inteligente, honesta, trabajadora, puntual, organizada, compartida, y eso que los mexicanos solemos llamar “chingona”.
Estas cualidades —aunque algunas suenen más como defectos— las atribuyo, en gran parte, a la escuela donde me formé desde el preescolar hasta la preparatoria, lo cual suma catorce años dentro de un mismo recinto, conviviendo con las mismas personas y escuchando a los mismos maestros. Algo así como una gran familia con hermanos, primos, tíos e incluso una maestra de edad avanzada a quien, por respeto, llamábamos Obaasan —abuela, en español. Gente con la que conviví y, en algunos casos, sobreviví, pero que de cualquier modo terminé amando, como sucede en la mayoría de las familias.
Al reflexionar sobre mi supuesta rareza, me doy cuenta de que no es más que el legado japonés llevado a la práctica en el entorno mexicano: tengo el 90% de mis actividades —incluidas fiestas y reuniones— registradas en una agenda donde, con frecuencia, escribo el tiempo que dedicaré a cada una. Este hábito me permitió estudiar dos licenciaturas de forma simultánea, realizar viajes y tener una pareja: todo al mismo tiempo y sin enloquecer demasiado. Conozco de memoria los objetos que he guardado en cada cajón de mi casa y oficina —algunos de ellos están etiquetados y ordenados por colores y tamaños. Por otro lado, la puntualidad es algo que valoro mucho. Kasuga Sensei nos enseñó que, al llegar tarde a una cita, comunicamos un mensaje contundente: “Mi tiempo es más importante que el tuyo”. He devuelto a sus dueños al menos cinco teléfonos celulares encontrados en baños y otros lugares públicos. Sin moralismos ni dioses castigadores comprendí que “lo que no es tuyo es de alguien más”.
Aprendí que el día tiene veinticuatro horas y que cinco de sueño son suficientes: restan diecinueve para hacer cantidad de cosas, además de trabajar o ir a la escuela —la cultura y el deporte son buenas opciones. Cuando lo que decidimos hacer nos genera algún provecho, la elección es buena, pero si además beneficia a la comunidad, es mejor.
La comida es sabrosa si se ve bonita, y si las verduras tienen caritas felices o formas de animales, hasta el niño más remilgoso las comerá. Ya que hablo de trabajo doméstico, cabe mencionar que en mi escuela japonesa los niños —desde que están en preescolar— son los encargados de mantener aseado el salón de clases: llevan a cabo un rol de soji —limpieza—, pues el aula también funge como un comedor donde los alumnos sirven los alimentos.
La filosofía y actitud de vida japonesa puede resumirse en cuatro puntos, y cada uno es consecuencia del que le precede:
- El bien ser: Ser honesto, puntual y disciplinado.
- El bien hacer: Hacer bien las cosas, aunque nadie te vea.
- El bien estar: Como consecuencia del bien ser y el bien hacer.
- El bien tener: Como consecuencia de los tres anteriores y del trabajo diario.
Con esto en mente, resulta más sencillo explicar el milagro japonés que comenzó en la década de los sesenta del siglo pasado, así como las características que, por lo general, asociamos con Japón. Al igual que en cualquier idiosincrasia, hay aspectos cuestionables. Sin embargo, las ventajas de formarse en un contexto japonés son convenientes no sólo para México, sino para Latinoamérica, región que, indudablemente, tiene mucho que ofrecer a otras culturas.