
A propósito de los inusitados días que vivimos y de los acontecimientos mundiales de los que hemos sido testigos este año, Charlie Brooker, creador de la oscura y exitosa serie Black Mirror, dijo que no está escribiendo más capítulos para una sexta temporada porque no sabe “quién en estos momentos tendría ganas de historias acerca de cómo la sociedad está desmoronándose”.
Queda claro: a veces, la realidad supera a la ficción. Aun así, la capacidad humana de imaginar su propio fin o sus propias tragedias ha sido el alimento de una variedad de narraciones que, tomando a la ciencia como pivote argumental, han vislumbrado un futuro en el que nuestras peores pesadillas se hacen realidad. Muchos dirían que esa es justo la definición del año 2020…
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Despierto media hora antes de que suene la alarma. De nuevo el insomnio. Es lunes, pero da lo mismo: bien podría ser miércoles o viernes, ahora los días saben todos igual. Antes de empezar el home office, hago ejercicio en mi recámara y me siento como el doctor Frank Poole dando vueltas como hámster alrededor del Discovery One, la nave espacial de 2001: Odisea del espacio. La bitácora de la pandemia señala que rebasamos los cien días sin trabajo presencial.
¡Buenos días! Hago un recorrido por mi WhatsApp: un saludo por aquí, un emoticón coqueto por allá, un largo mensaje de voz por acullá y una ensalada de besos y abrazos virtuales que en muchos meses no podré dar ni recibir. Luego, el trabajo: llenar tableros con tareas pendientes, pasar documentos por Slack y hacer tantas videollamadas que me siento uno de Los Supersónicos.
A veces, los amigos que no tienen el privilegio de trabajar desde su casa me traen noticias del exterior: “¿Sabes? Las calles se ven tristes, desoladas. De repente me siento como en Soy Leyenda…”, me contaba al principio una amiga, refiriéndose a la famosa novela de Richard Matheson sobre el último hombre en el mundo después de una pandemia, al que todo mundo recuerda por Will Smith.
En el buró de mi departamento de soltero —que de tantas botellas y vasos y retratos ya se parece al de Deckard en Blade Runner—, entre los libros que tengo pendiente leer se asoma un llamativo título: El universo de la ciencia ficción. Su portada luce una ilustración sesentera en la que un valiente astronauta enfrenta a una criatura biomecánica; pero, a mis ojos cansados, su casco traslúcido se convierte en una careta protectora y, ahora que lo veo, la criatura bien podría ser un temible virus listo para invadir y autorreplicarse. El horror.
Mi día de trabajo transcurre como en esas películas que tienen lugar en la Estación Espacial Internacional: una vista espectacular, buena música, café, mucho trabajo… y la más monótona de las rutinas. Bañarse, tender la cama, hacer café y desayuno, venir a la compu; ir por agua, lavar trastes, regresar a la compu; provecho chicos, ir a comer, lavar platos, seguir en la compu; hasta mañana chicos, en qué me quedé, apagar la compu. Y luego, a dormir en episodios.
En mi casa-oficina, soy un astronauta: desde hace meses preparo y empaco mi propia comida, y el quinto jinete del Apocalipsis cobra la forma de una inacabable pila de trastes sucios que lavo mientras en la tableta veo una reunión por Zoom de actores en cuarentena. Pienso en mi playlist para dormir —si tuviera un asistente de voz, le diría: “Buenas noches, HAL”— y, al apagar la luz, por un momento siento que las estrellas empezarán a girar por la ventana.
De día, soy el capitán de un equipo que dirijo a través de una pantalla. Pero el saco y la camisa de cuello duro acumulan polvo en el clóset: el líder de hoy usa playeras, pants y sudaderas. Y a este paso pronto adoptaremos un estilo a lo Star Trek para trabajar, con pijamas fancy para un home office con estilo y franjas en los hombros para indicar tu posición en el organigrama de la empresa.
Esta cuestión del estilo me lleva a recordar esa cinta entre dramática y cómica en la que Matt Damon es olvidado por error: algo así como Mi pobre angelito, pero en Marte. En ella, el moderno náufrago pierde un poco la cabeza a cuenta de la terrible soledad y se deja unas barbas de pirata. Todo ello me convence de rebajar un poco las mías, que ya llevan tres meses por la libre y sin pagar peaje.
¡Y esos mismos tres meses son los que llevo sin intercambiar más que lenguaje binario con una mujer! A estas alturas, ya no sé si entrar a Tinder o a Facebook Match, ordenar una sex doll al e-commerce de una sex shop, suscribirme a un servicio de realidad virtual XXX o, de plano, intentar una cibersesión como la que se arman Sylvester Stallone y Sandra Bullock en El demoledor.
Sacudo la cabeza. Creo que estos cien días encerrado ya me están afectando. Lo mejor será leer un libro. Veamos: ¿Un mundo feliz, que habla de deshumanización y de la imposición de la felicidad? No, gracias. ¿Qué tal 1984, donde la policía del pensamiento puede juzgarte por un tuit tuyo de hace ocho años y el estado totalitario ha estandarizado el pensamiento con memes de gatos y mujeres histéricas? Tampoco, gracias. Y del cerdo Napoleón, mejor ni hablemos…
Revisemos películas entonces: tengo a la mano Ready Player One, en la que la realidad del siglo XXI en tan árida y poco grata que la gente prefiere vivir conectada a sus lentes de realidad virtual y metidos en Face… ¡digo!, en el Oasis; o Blade Runner 2049, donde el cambio climático y el fin de los ecosistemas obliga a la agricultura sintética y el mundo es un sitio horrible…
Pero ni falta que hace. Charlie Brooker tiene razón: vivimos ya en una distopía, una bastante fea. Sólo hay que ver cómo los regímenes totalitarios quieren volver a dar un manotazo en la mesa de un mundo que empezaba a soñar con utopías, y cómo bosques y volcanes se encienden cual antorchas en una marcha por la libertad, por la justicia, por la vida, mientras los adinerados empiezan a planear su cobarde huida a un rojo planeta que ya quieren colonizar.
A mis casi cincuenta años, me siento defraudado. Se nos dijo que exploraríamos el espacio y conoceríamos a civilizaciones extraterrestres, no que estaríamos confinados en nuestras casas tratando de llenar el vacío y el tedio con realidades virtuales. El futuro promisorio que era nuestro por derecho nos fue arrebatado sin que nos diéramos cuenta mientras hacíamos clic en “Aceptar”.
El siglo XXI nos mostró sus términos y condiciones, todos firmamos y nadie los leyó. Ahora, sólo resta conformarnos con estos días fake hasta que se libere la próxima actualización de la realidad: una con antivirus incluido…
