A mis treinta y tres años, en un salón oscuro, supe a ciencia cierta que era una persona tímida. Claro, había indicios, como el no haberme atrevido a pedirle un autógrafo a uno de mis cantantes favoritos cuando me lo encontré en el baño de un cine, o la rigidez que experimenté cuando me presentaron a la chica de tercero de secundaria de quien estaba platónicamente enamorado, o cuando me quedé paralizado frente a decenas de personas que celebraban los chistes que un payaso hacía a costa mía en una fiesta infantil. Pero esa tarde, el sudor que mojaba mi camisa y el nerviosismo en mi voz me mantuvieron en un incómodo silencio, limpiando una y otra vez un pizarrón con tal de ganar tiempo.
Trabajaba entonces en un área dedicada a la comunicación social de cierta universidad de renombre y, por boca floja, le había dicho a mi jefe que los errores de las últimas semanas se debían a que gran parte del personal desconocía aspectos básicos de periodismo, redacción y de la institución para la que trabajaban. Así, la solución era brindar un curso que resarciera esos problemas. Ya se sabe que el presupuesto nunca da para capacitar al personal, por lo que los directivos decidieron que quien había hecho el diagnóstico de nuestros problemas fuera también el profesor del mentado curso. Pagarían una cantidad con tres ceros que me impidió rechazar la oferta. “A fin de cuentas”, pensé, “estaría en un ambiente relajado con mis compañeras de trabajo”.
Basta decir que preparé un curso de seis sesiones, que tenía material impreso para evaluar a mis alumnas y que toda la información que les brindaría la manejaba desde hace diez años; es decir, la conocía a la perfección. Sin embargo, la tarde en que empezó el curso, apenas vi a mis compañeras con lápiz en mano y una libreta, comencé a experimentar una sudoración que nunca antes había vivido. Intenté respirar armónicamente, enfocar la vista en el fondo del salón —como recomiendan algunos—, imaginar a mis compañeras desnudas —la peor de las ideas, sobre todo por aquella veinteañera recién contratada—, así como fingir que limpiaba el pizarrón una y otra vez mientras intentaba hallar una salida… Hasta que las voces a mis espaldas me hicieron saber que debía enfrentar el problema.
He escuchado que antes de la muerte se reviven cada uno de los momentos de la vida en apenas un instante. Supongo que, como me sentía con el agua hasta el cuello, me ocurrió lo mismo:
Recordé a una amiga escritora que, apenas se subía al escenario, lo primero que hacía era saludar al público y agradecer la invitación. De esta manera, en veinte o treinta segundos, decía cosas cuya única finalidad era la de interactuar con el público sin temor a equivocarse; además, lograba crear empatía: “Buenas tardes a todos. Muchas gracias por la invitación. Siempre es bonito que piensen en uno para este tipo de eventos”. Así también adquiría la tranquilidad necesaria para después continuar más relajada.
Otro amigo, un ingeniero en sistemas muy parlanchín, solía dar capacitaciones constantemente, y cuando le preguntaba si no se ponía nervioso, me daba una respuesta definitiva: “¿Por qué?, si yo estoy al frente significa que sé más que ellos, y si no lo sé, nada pierdo con aceptarlo. Uno no tiene la obligación de saberlo todo”.
Por su parte, mi madre siempre hablaba fuerte y claro, sin prisas. De esa forma, todos pensaban que cuanto decía era correcto y si en algún momento cometía un error, la seguridad en la voz la hacía pasar por alguien que había sufrido una confusión, más que haber incurrido en una equivocación.
Por último, recordé otra fiesta infantil, el cumpleaños de mi hijo, cuando otro payaso —esos seres que merecen el purgatorio— me sometió a un interrogatorio frente al público del que no se podía salir sin haber hecho el ridículo. Sin embargo, la experiencia no fue traumática como en las ocasiones anteriores: en cuanto escuché la risa de mi hijo, mi pena se convirtió en un juego y pude disfrutarlo con tal de ver sonreír al cumpleañero.
¿Qué podía hacer para dejar de borrar sin sentido el pizarrón y por fin atreverme a hablarles a mis compañeras? No lo supe entonces, quizá porque todos esos recuerdos sobre consejos para vencer la timidez no fueron tan claros como ahora que los apunto. Así, volteé a ver a las alumnas y di la primera y más desastrosa clase de mi vida. Ya por la noche, no hice sino recriminarme por aquella falta de valor para expresarme.
La timidez siempre viene acompañada del temor y de la falta de ánimo para atreverse a hacer algo. Es una especie de inseguridad que nos paraliza o nos hace actuar con torpeza. También es un estado en el que los nervios nos traicionan y aún las cosas que mejor conocemos nos parecen confusas. Es una especie de bacteria que entra en nuestro organismo y crece conforme pasa el tiempo. ¿Qué hacer con ella, cómo salir victorioso? Quizá la respuesta se encuentre en los tips que mis amigos me daban, pero también en un punto que nos cuesta mucho entender: la timidez no es ocasionada por un factor externo, sino por un temor que viene de adentro cuando nos sentimos vulnerables. Y, ¿por qué este miedo?: porque nos importa demasiado lo que otros piensan denosotros. Pero qué pasaría si los otros también fueran tímidos, si las alumnas se quedaran paralizadas cuando les dijeran: “¿Tienen alguna pregunta?”; si el payaso temiera que nadie disfrutara su show, o si el cantante se sintiera cohibido porque sólo en el escenario sabe desenvolverse.
Con los años he aprendido que la timidez nunca se vence, sino que es como una terapia en donde primero se da un paso y después otro. El temor al ridículo y a no hacer bien las cosas siempre estará presente, pero si uno empieza por lo más sencillo —como mi amiga—, confía en sí mismo —como mi amigo—, si aparenta seguridad —como hacía mamá—, y sabe que lo que se está haciendo vale la pena —como la sonrisa de un hijo—, llegará un momento en que la timidez vuelva al lugar de donde vino y entonces uno podrá, ya con gusto, mirar al fondo del salón, fijarse en un punto incierto o imaginar a su público desnudo —sobre todo si hay alguna belleza por ahí.