Hace algunos años, cuando mi vida social y nocturna era variopinta y abundante, este humilde sombrerero estaba sentado frente a una mesa hecha con huacales reciclados, intentando hallarle forma a un destilado de agave que me habían servido en un bar que recién había abierto en mi barrio. Y si llamo así a ese menjurje amarillento —que a cada sorbo raspaba mi castigada garganta como una lija del número dos—, es porque no calificaba para ser llamado mezcal.
En ésas andaba, preguntándome por qué diantres no me levantaba y me iba de ese sitio tan desangelado, cuando por mis oídos cruzó una música ciertamente extraña. El fondo era indiscutiblemente mambo, con los trompetazos energéticos, las percusiones y el tumbao que lo caracterizan; pero al frente se hallaba la voz de una soprano que en ocasiones alcanzaba tonos tan altos que empecé a temer por la integridad de la cristalería que colgaba de la cantinilla donde el dueño del lugar preparaba y servía menjurjes como el que ya describí. Como no había mucho más que hacer —las personas que esperaba terminaron dejándome plantado—, me acerqué a la barra y empecé a hacerle la plática al dueño, un sujeto con la típica pinta de un antrero: camiseta sin mangas, barba abundante, un corte de pelo muy rebajado a los lados y encopetado en la parte superior, brazos musculosos y tapizados de tatuajes, y uno que otro piercing para hacer juego. Me acerqué, repito, y le pregunté qué era lo que estábamos oyendo.
—Es Yma Sumac. Bueno, era. Y era peruana, ¿no la conoces? —contestó el sujeto, quien a falta de buena mano y paladar para las bebidas punzocortantes, destilaba amabilidad y conocimientos musicales. Yo negué con la cabeza.
El dueño sonrió y, visiblemente ansioso por platicar, giró su laptop para mostrarme los videos de YouTube que programaba. Vi a una mujer arreglada al estilo de los años cincuenta, con cejas muy depiladas, ojos chinescos, abundante pelo negro, aire exótico y ropajes que aludían a un linaje inca o quechua. Al final, terminé cruzando varios tragos con el tipo, al que no volví a ver jamás —el sitio cerró al poco tiempo—; pero lo que aprendí esa noche se los comparto.
Yma Sumac se llamaba Zoila Augusta Emperatriz Chávarri del Castillo —con razón eligió un seudónimo— y nació en Ichoacán, Perú, el 13 de septiembre de 1922. Se hizo famosa como cantante en los años cincuenta por dos razones: porque se inventó una mitología personal y afirmaba ser una princesa o ñusta, descendiente del soberano inca Atahualpa —en realidad era castiza—, y por su increíble rango vocal: en sus mejores condiciones, Yma cubría poco más de cuatro octavas, por lo que se le conocía como “El ruiseñor peruano” o “La reina de la Exótica”, refiriéndose al término con el que el mercado estadounidense de los años cincuenta convenientemente agrupó las músicas de Oceanía, el sureste asiático, las islas de Hawaii, Sudamérica y el África tribal.
Zoila empezó a cantar desde muy niña, cosechando fama y éxitos en su natal Perú. En 1942 se casó con Moisés Vivanco, director de la Compañía Peruana de Arte, y en 1946 viajó con éste a Nueva York, donde se presentó con el nombre artístico de Yma Sumac y precedida por la leyenda de la ascendencia inca. Esto cautivó al público anglosajón, quien se comió enterita la historia y abrió la boca de asombro ante las capacidades vocales de la peruana. En 1950 firmó un contrato con Capitol Records, la disquera que en esa década se encargaría de popularizar el género Exotica. Cuatro años después, apareció en la película El secreto de los incas, junto a Charlton Heston, y en ella interpretó algunas canciones del folklore peruano. En 1955, se convirtió en ciudadana estadounidense, y al año siguiente su nombre se inscribió en el Paseo de la Fama de Hollywood.
En las décadas que siguieron, su actividad disminuyó hasta prácticamente el retiro. Dos años antes de su muerte —que acaeció en 2008, en Hollywood—, volvió a Perú para recibir homenajes nacionales por su carrera artística. Se dice que fue la única persona capaz de hacer la “triple coloratura”, una vocalización que imita el trino de las aves. Así las cosas que uno aprende mientras apura un destilado.
Hasta el próximo Café sonoro…