
París, la “ciudad luz”, es uno de los destinos turísticos más populares en el mundo y para los amantes del arte tiene los museos más interesantes. Desde luego, el primero que viene a la mente es el Museo del Louvre, el más grande del mundo con sus más de 400 salas de exhibición; pero del otro lado del Sena se alza otro gran recinto del arte: el emblemático Museé D’Orsay, una hazaña arquitectónica que es el hogar de la colección impresionista más grande el mundo.

El Museo como tal es relativamente joven, pero el recinto que lo alberga tiene una interesante historia que empieza en 1900, cuando tuvo lugar la Exposición Universal en París, un magno evento para el que hubo que acondicionar la ciudad para los visitantes. La exposición se instalaría a las orillas del río Sena y ocuparía las explanadas del Campo Marte y de Los Inválidos, entre otras zonas céntricas de la ciudad; pero, ¿cómo llegaría la gente de otras ciudades a la exposición?
Hacía falta una estación de trenes de gran capacidad en el centro de la ciudad. Y a menos de un kilómetro de distancia de la zona destinada a la Exposición Universal, se alzaban las tambaleantes ruinas del Palacio D’Orsay incendiado en 1871 durante los levantamientos de la Comuna de París. Esto significaba que en el saturado centro de la capital francesa milagrosamente había un sitio donde construir la terminal ferroviaria que recibiría a los asistentes a la Exposición Universal.
A pesar de que el Palacio tenía 13 mil metros cuadrados —e incluso después de adquirir un edificio adyacente—, éste seguía siendo un espacio pequeño para una estación de trenes. A fin de subsanar la falta de espacio, una de las soluciones creativas que dio el arquitecto Victor Laloux fue realizar excavaciones para que las vías del tren fueran subterráneas. Así logró una espectacular estación que integraba la tecnología de punta que Francia deseaba mostrar al mundo y donde cada metro cuadrado había sido optimizado para construir un hotel de 370 habitaciones alrededor del complejo.
Se instalaron quince vías para recibir a alrededor de 150 trenes al día y se excavó un túnel para unir la estación con la de Austerlitz. La gigantesca estructura de hierro fue recubierta con paredes de piedra embellecidas con esculturas y, en el interior, con rosetas decorativas. El grandioso techo abovedado de hierro y cristal conjugaba los elementos clásicos decorativos con las técnicas arquitectónicas modernas. La electricidad jugó un papel estelar: el gran reloj de la estación era eléctrico y se crearon las primeras locomotoras eléctricas para evitar el humo de las locomotoras de vapor. La estación D’Orsay era la joya de la corona de la modernidad. Sin embargo, pasada la Exposición, la creciente ciudad de París sobrepasó la capacidad de la estación y una vez más resultó demasiado pequeña. Así, en la Segunda Guerra Mundial se usó como centro de paquetería para los soldados en el frente y, cuando Francia fue liberada, muchos prisioneros de guerra regresaron a casa por esta estación. En 1954, durante uno de los inviernos más crudos de la historia, fue centro de acopio de víveres y abrigos para personas vulnerables. En la década de 1970 se adaptó como teatro y hubo un periodo en el que fue estacionamiento. Finalmente, por iniciativa del presidente Valéry Giscard d’Estaing, inició el proyecto de convertir la estación en museo.

Los arquitectos que ganaron el concurso del nuevo Museo d’Orsay fueron Renaud Bardon y Jean Paul Philippon. Su propuesta era aprovechar la estructura existente, restaurar su esplendor original e integrar elementos arquitectónicos contemporáneos para erigir espacios de exposiciones e integrar la estética de la época. En la planta principal dispusieron las esculturas, a los lados distintas salas para exhibiciones y en uno de los áticos en el quinto piso crearon el espacio para la colección impresionista. El diseño del museo respondía a las necesidades de las obras a exponer, así la curaduría del museo se llevó a un nivel arquitectónico.
El museo se inauguró en 1986 con una colección de cuadros pintados a finales del siglo XIX y principios del XX. Las piezas de la colección provenían de las bodegas del Louvre y del Centro Nacional de Arte, donde no había suficientes salas para exponerlas. Hoy día, D’Orsay es visitado por millones de personas al año y la sala de los impresionistas es especialmente famosa; sin embargo, poco se entiende ese movimiento sin las obras neoclásicas, romanticas y realistas que se exhiben en las galerías del piso principal.

Un ejemplo es La fuente (1856) de Jean-Auguste-Dominique Ingres, una obra neoclásica que permite observar los parámetros artísticos que exigía la academia: temas clásicos y generalmente mitológicos, así como un trazo nítido e idealizado, más hermoso que el mundo real; pero aquí Ingres empieza a experimentar con una pincelada difusa para darle un aspecto más real a la piel, en lugar de la tersura usual exigida por la academia. Otra obra destacada es Entierro en Ornans (1850) de Gustave Courbet, criticada en su tiempo por plasmar un tema muy común y por retratar a personas normales en lugar de a modelos retocados.
Así, repudiados por la academia, los impresionistas Édouard Manet, Claude Monet, Jean Renoir, Edgar Degas, Berthe Morisot y Camille Pissarro llegaron con una propuesta: plasmar el color y la luz por encima del dibujo y retratar escenas de la vida cotidiana. Estas premisas abrirían paso a los post impresionistas, como Paul Gauguin, Paul Cézanne y el adorado Vincent Van Gogh.

Habiendo sido Palacio, estación ferroviaria, centro de acopio, teatro y museo, D’Orsay no es indiferente a los cambios. Actualmente, su imponente estructura de hierro nos habla de progreso y ofrece un fascinante viaje por la evolución estética y cultural del siglo XIX y principios del XX. En resumen, entre obras y arquitectura el Museo D’Orsay preserva algunos de los momentos más convulsos y más bellos de la historia europea. Esperemos que su gran capacidad de adaptación permita su subsistencia muchos años más.
