(Composición sobre una foto de alamy.com)
Era mi primer día en Zagreb y, como cualquier turista en una ciudad que visita por primera vez, estaba emocionada. Debía apurarme a salir del hotel porque el invierno había comenzado y el sol —de por sí tímido detrás de los nubarrones— se ocultaba alrededor de las cinco de la tarde.
Desempaqué mis cosas tan rápido como pude y aparté las prendas que debía usar para que mi termostato interno no sufriera un sobresalto. Bajé al lobby y le hice al encargado preguntas esenciales, como: ¿dónde hay un centro de cambio de divisas? y ¿qué lugares me recomienda visitar? Después de señalar algunos puntos clave en el mapa de la capital de Croacia, el diligente recepcionista dejó a un lado el bolígrafo, levantó la mirada del mapa y me dijo con los ojos fijos en los míos: “You can´t miss The Museum of Broken Relationships“,[1] haciendo mucho énfasis al pronunciar las erres. Antes de que pudiera preguntar de qué trataba aquella exhibición, un grupo de empresarios japoneses llegó para registrarse y, aturdida por una decena de voces, apenas alcancé a pedir prestado un paraguas. Había empezado a llover.
En el centro de divisas, cambié mis euros por kunas: nombre de la moneda de Croacia y también de un pequeño mamífero que nosotros conocemos como “marta”. Mi primer pensamiento al caminar por las calles iluminadas por farolas, con extensos edificios departamentales y librerías subterráneas, fue que me encontraba en un territorio que había pertenecido a la desaparecida República Federal Socialista de Yugoslavia. Después de atravesar el parque de Zagreb y llegar a la Plaza Ban Jelačić, aquel pensamiento se coloreó con la imagen de un tranvía de vagones azules, edificios en distintos tonos de pastel y cafés con luminosos letreros; decidí refugiarme en uno donde vendían chocolate caliente: la lluvia se había convertido en tormenta.
Al entrar, la mesera dijo: “Dobar dan!“, y comprendí que me daba las buenas tardes. Mientras esperaba a que cesara el aguacero con una taza de chocolate y un croissant, me platicó que Croacia cuenta con mil islas, y su capital con tan sólo un millón de habitantes. Me recomendó ir a ver la catedral —precioso edificio gótico, a pesar de que se encuentra en proceso de restauración—, cenar en el restaurante del futbolista Zvonimir Boban y… visitar el Museum of Broken Relationships. ¡Otra vez ese lugar! Le pregunté si la exposición trataba sobre la ocupación nazi o tal vez sobre la Guerra de Yugoslavia. Ella simplemente dijo: “Te va a gustar.”
Al día siguiente, mi amiga Marija, quien nació y creció en Zagreb, me llevó en coche al norte de la ciudad para conocer el imponente cementerio de Mirogoj, donde está enterrado Franjo Tuđman —el primer presidente de la Croacia libre—, entre otros ilustres croatas. Cerca de ahí, a lo largo de serpenteantes caminos construidos en lo alto de una montaña, se encuentran las casas de los ricos, todas coronadas con techos de teja anaranjada.
Después del paseo, fuimos al restaurante Dídov san, donde sirven comida dálmata con influencias de la gastronomía bosnia y mediterránea. De entrada pedimos uštipak, unas bolitas de crujiente masa rellenas de queso y, como plato fuerte, una deliciosa variedad de mariscos ahumados. Mientras esperábamos el postre, y una vez que habíamos puesto nuestras vidas al corriente, le pregunté a Marija sobre ese museo de curioso nombre que parecía estar en boca de todos. Ella sonrió enseguida y me contestó que trataba sobre relaciones amorosas frustradas. “¿En serio?, ¿eso era todo?, ¿nada de nazis ni guerras?”, pensé. La verdad es que me sentí decepcionada.
Marija se ofreció a llevarme de regreso al city centre; le agradecí y le dije que prefería volver caminando para ver más de la ciudad. Recorrí calles adoquinadas y flanqueadas por palacetes que —supuse— eran edificios administrativos. Estaba a punto de bajar la colina, rumbo al centro de Zagreb, cuando, en la oscuridad, distinguí unas palabras en inglés: Museum of Broken Relationships. Había llegado sin querer.
Antes de entrar al museo, el visitante debe atravesar una tienda de souvenirs donde venden camisetas con corazones partidos, borradores que dicen “bad memories eraser”[2] y libros con las mejores piezas de la exposición. En la primera sala, me encontré con tres pares de zapatos muy gastados. Quedé francamente desconcertada, así que me puse a leer la explicación escrita en la pared, que decía más o menos lo siguiente: “The Museum of Broken Relationships nació del concepto de las relaciones fallidas y sus ruinas. En lugar de proporcionar instrucciones para recuperarse después de la pérdida de un amor, el museo otorga la oportunidad de superar un colapso emocional a través de la creación y la donación de objetos personales, en una suerte de ritual o celebración solemne…” “Mmm, ¿acaso éste es uno de esos museos donde exhiben objetos de la vida cotidiana que, sólo por haber sido elegidos por alguien, son considerados obras de arte?”, me pregunté con escepticismo.
Entre las piezas expuestas —sin un vidrio protector o línea en el piso que obligara a mantener la distancia— había osos de felpa y vestidos de novia, pero también objetos inesperados: un espejo retrovisor, bolsas para el mareo de las que dan en los aviones, una tanga de dulce, las manos de madera de un maniquí, unas esposas de peluche color rosa… A pesar de la variedad, tenían algo en común: cada uno contaba la historia de un corazón roto.
Todo comenzó en 2006 con un conejo de felpa que le pertenecía a Drazen Grubisic y a su ex novia Olinka Vistica, los fundadores del museo. La pareja tenía una tradición: cuando uno de ellos hacía un viaje en solitario, llevaba consigo al conejo y le tomaba fotos en los lugares donde le hubiera gustado retratarse con el otro. Tras la ruptura, el muñeco de felpa se convirtió en la manzana de la discordia, y fue así como les vino la idea de crear un proyecto que les permitiera desahogarse de manera artística y, al mismo tiempo, encontrarle un nuevo hogar al disputado juguete.
Ciertos amigos de Drazen y Olinka donaron objetos que simbolizaban sus propias relaciones fallidas y —adicionalmente— escribieron las historias que había detrás de ellos. A esos primeros objetos se sumaron otros cedidos por personas de diferentes partes del mundo, hasta que el museo llegó a albergar una colección de cien piezas, cien historias escritas por los descorazonados: algunas poéticas, otras graciosas y, muchas de ellas, melancólicas, como la siguiente:
Sacacorchos en forma de llave
23 de enero de 1988 – 30 de junio de 1998
Ljulbjana, Eslovenia
Me hablaste con amor y me diste pequeños regalos cada día; éste es sólo uno de ellos. La llave del corazón. Volviste mi cabeza hacia el otro lado de la cama; simplemente no querías pasar la noche conmigo. No me di cuenta de cuánto me amaste hasta que moriste de sida.
O esta otra:
Un hacha
1995
Berlín, Alemania
Durante los catorce días después de su partida, destruí con esta hacha una parte de alguno de sus muebles. Dejé los restos en el piso, como una expresión de mi condición interna. Mientras más llena estaba su habitación de madera picada, contagiada del aspecto de mi alma, mejor me sentía. A las dos semanas, ella volvió para recoger sus cosas. Yo había formado pequeñas montañas de aserrín y fragmentos de madera. Se llevó aquellos restos y nunca más volvió a mi departamento. El hacha se había convertido en un instrumento de terapia.
Aquellos objetos tenían poder. Eran dolorosos testimonios, ocurrentes vestigios, pequeños y significativos pedazos de la vida de alguien. Durante el recorrido — aunque lo hice sola— me sentí conectada a seres humanos anónimos provenientes de distintas latitudes y culturas, pero con quienes compartía algo: a mí también me han roto el corazón. Creo que, como afirma Drazen Grubisic: “El arte de esta muestra reside en la forma en que las historias fueron expuestas”.
Esa noche, sentada a la mesa de un café en la animada calle Opatijska, me puse a pensar en los objetos que yo donaría si tuviera la oportunidad.[3] Después de meditarlo un poco, decidí que mis aportaciones serían: un afinador para guitarra, un boleto de avión y una caja llena de viejos pétalos de rosa.
[1] “No puedes perderte el Museo de las Relaciones Rotas”.
[2] Borrador de malos recuerdos.
[3] El Museo de las Relaciones Rotas de Croacia exhortó a los mexicanos a buscar entre sus recuerdos amorosos para dejarlos ir a través de la muestra que, del 12 de marzo al 8 de junio de 2014, estuvo abierta al público en el MODO —Museo del Objeto del Objeto— de la Ciudad de México. Hoy algunos de esos objetos se encuentran exhibidos en el museo de Croacia.