
No sé si te ha pasado, pero creo que muchas veces andamos por la vida buscando nuestra mina de oro: un lugar profundo, intrincado y prácticamente inaccesible, que para llegar a él exige el mayor de nuestros esfuerzos y contiene una fortuna en vetas del metal precioso. Se trata de un lugar de ensueño, que brilla como si fuera un rincón del Paraíso y ofrece la felicidad suprema.
A menudo deseamos hallar la mina porque nos fue prometida en la infancia, cuando padres y maestros nos aseguraron que ese tesoro estaba destinado a ser nuestro si nos esforzábamos y trabajábamos hasta el último de nuestros días. Otras veces, vemos las minas de oro de las personas que admiramos —deportistas, actores, empresarios, escritores y gente importante— y queremos tener una igual; o eso es lo que nos decimos, pues lo cierto es que no conocemos a esas celebridades y la idea proviene de lo que vemos en las pantallas del cine, de la televisión o del smartphone. Por último, están los que encuentran su mina de oro y, por alguna razón, la pierden; quienes ya conocieron la sensación de ese fugaz baño de gloria, con frecuencia jamás la aceptan ni se reponen del todo, y pasan el resto de sus días rememorando, anhelando o tratando de recuperar eso que dio riqueza, placer y sentido a sus vidas.

Lo paradójico del asunto es que en el hallazgo interviene una conjunción de habilidad, recursos y suerte, por lo que en realidad son muy pocos los que encuentran una mina de oro. Lo más triste, entonces, es que la mayoría no aceptamos esa realidad estadística y ciframos todas las esperanzas del porvenir, nuestro propósito y el juicio que tenemos de nosotros mismos y de nuestro valía, en ser la excepción a la regla y lograr ese chispazo que cambia vidas.
Así, muchas veces hallamos una mina de plata que brilla como la Luna llena o un yacimiento con rubíes, esmeraldas y diamantes que parecen frutos prohibidos robados del Jardín del Edén; o bien, damos con un pozo de petróleo que escupe el llamado “oro negro” o, quizá, con una mina de ópalos o cuarzos que, sabiendo explotar, garantizaría una vida más que digna. Pero como nuestros esfuerzos están enfocados en hallar una mina de oro —la nuestra, esa que es exactamente igual a la de nuestros sueños y fantasías—, con ceguera y soberbia vemos esas maravillas y exclamamos: “Aquí no hay nada”.
Desde luego no hablo de minería, sino de la mina de oro como metáfora de un logro que produce una gran cantidad de dinero, beneficios o riquezas: montar un negocio o una empresa millonarios, tener un empleo muy bien pagado, un golpe de suerte financiero —ganarse la Lotería o recibir una herencia, por ejemplo—, publicar un bestseller, un matrimonio conveniente —o sea, casarse con alguien rico y generoso—, inversiones redituables o, desde luego, poseer y explotar literalmente una mina de piedras o metales preciosos. Algo que, como ya dije, en nuestro sistema muchísima gente intenta pero realmente pocos logran, sobre todo si están luchando por lograr la movilidad social.

Aun así, gran parte de la publicidad, del contenido en los medios y del discurso social está orientado al hallazgo de esa mina de oro como “sello de aprobación” del éxito verdadero. En este punto, deseo redirigir nuestra atención a las minas y los yacimientos de plata, petróleo y piedras preciosas o semipreciosas que hallamos en nuestro quehacer diario y que con mucha frecuencia desdeñamos, minimizamos, hacemos a un lado, dejamos pasar, no agradecemos ni aprovechamos. Y de nuevo uso una metáfora: me refiero a las pequeñas riquezas y bendiciones de la vida como un buen trabajo, la ternura familiar, un hobby o pasatiempo que enriquece y da sentido, un hogar acogedor, un círculo de amigos o una comunidad religiosa, deportiva, de lectura o lo que sea.
No me atrevo a hablar por todo el mundo, pero, en mi caso, las crisis de depresión que he atravesado casi siempre han tenido que ver con la idea recurrente de que “no he hallado la mina de oro” y, por lo tanto, he fracasado —un pensamiento a veces detonado por apuros económicos—, así como con el consecuente y sistemático menosprecio de mi mina de ópalos, los cuales palidecen si se constrastan con la refulgencia del oro, pero que, viéndolos con amor, nada le piden a la fabulosa Arkenstone o Piedra del Arca que describe Tolkien en El Hobbit.
Esa es la invitación de este texto: voltear a ver con atención y con amor nuestros pequeños logros y las pequeñas riquezas en nuestra vida, y que muchas veces disminuimos al compararlas con el gran hallazgo de la mina de oro que hemos imaginado desde niños. Pero no todo lo que brilla es oro: en los destellos y los reflejos de la plata, el zafiro y los prodigiosos cuarzos radica una inmensa y satisfactoria belleza… si aprendes a mirarte en ella.



