¿Qué es el alimento?
El alimento es todo aquello
que nos nutre.
Alejandro Dumas.
Una ida que es un regreso
Nada sobresalta más a los paseantes que el viaje, eso ya se sabe, y quizá nada los sobresalte más que un viaje al mar. Destrancarse hacia el azul constituye un viaje a la semilla, cosa de sensación prehistórica, mágica, sideral. Una pátina de alivio cae en el yo primitivo, como si uno, al desandar una carretera, desenredara también esa madeja siniestra que nos ha tapado los ojos de lo importante, cotidianamente, que nos ha cubierto la pasión, paulatinamente como una yedra. Uno se aligera en ese regreso al origen, a ese manto acuífero de la primera cultura que nos viene del litoral. Uno va dejando el lastre a un lado y se asemeja, progresivamente, a lo que era. Menos de la edificación de la ansiedad y más de la consideración de la tranquilidad. Y apenas digo se aligera y quisiera haber escrito se recarga. Eso. Un proceso de vacío de vacío, y llenado de energía de ser es lo que le viene a uno al dirigirse al mar. Como si confiáramos se tratará siempre, esa suerte de flotación sobre las aguas de uno mismo, de un buceo filosófico que llegará a buen puerto. Nadie se pierde cerca del mar. Y uno ahí no pesa: surfea. Uno no encalla: calla. Uno, en pocas palabras, se limpia. Se reencuentra en la inmersión profunda en el ser de dentro, el que dormitaba dentro de las conchas. Ese es nuestro ser mar: el que se sacude la arena en los zapatos, el que recuerda que hay piel para los moscos, y sol para los pelos, y que es posible vivir a cielo abierto. Con cielo. Y principalmente que hay sudor, hay otras formas del español: que somos nosotros, en verdad, los que nos dormimos en nuestras hamacas y que en ellas, hemos dejado de soñar.
Y es que el mar saca lo mejor de nosotros. Como si en ese hecho de meter los pies en la arena, ir sacando arena como si nuestros pies fueran aletas, en verdad estuviéramos rastreándonos, sacándonos de nuestro agujero. No desovamos los metropolitanos: nos levantamos, en ese acto. Sale entonces el hambre de vivir la vida, no al galope sino a la brazada, en los términos más puros. Dejamos de clavarnos en un solo acto: el clavado. No hay emperifolle, no hay calzado, no hay juntas de trabajo: hay bermudas, chanclas, trajes de baño. Y cerveza, vinos. Bares bajo los tejados. Eso es lo que hay. ¿Se necesita más para armar el relato? No. Sólo vino blanco, comida y cigarros.
¿Cuántas veces, apenas llegados al mar, nos hemos sentido atrapados entre una y otra versiones de nosotros mismos? Esos momentos en que, ya de vigías en el balcón del hotel, abierta la ventana y las cortinas ondeando, ahí parados dizque marineros ante la majestuosidad del mare magnum, seguimos pensando en estupideces, en tribulaciones vulgares, sometimientos perpetuos al mundo del dinero? Siempre atados al trabajo. ¿Cuánto tiempo, pues, en hacer de ese monstruo de belleza un mare nostrum, dejar de pensar y tirarnos al camastro, con los nuestros, felices de la vida, tirados al placer, a defenestrar el tiempo? ¿Cuánto en volvernos ballenas, tiburones blancos, sirenas, tritones, con nuestros familiares, nuestros carnales, nuestros amores? He ahí el ecce homo del concreto y el celular, el pobre diablo que no sabe ver, no sabe, metafóricamente, nadar entre esas aguas, hacerse a la mar. ¿Miento? ¿Cuánto tiempo? Y claro, cuando ya vamos tirando las primeras zambullidas, los primeros tragos, es hora de regresar a nuestro reino de poliéster, al despacho de tarugadas, sin haber desmugrado del todo nuestro paquidérmico cerebro plagado de pendejadas.
Tirar la bomba
Habría pues que atreverse a soltar la bomba de una vez, descalzarse (¿desclasarse?), dejarnos ir por el cauce de estas aguas, y comenzar a sentir, por ejemplo, el hambre de mar. No me refiero al antojo que surge de pronto de comer pescado o mariscos, sino a esa hambre marítima, marisca, lunar, que le sale a uno desde lo más oculto del ser, desde el fondo de un abisal. Un hambre que pudiéramos denominar como sedienta, un hambre de Tritón la que surge después de nadar. ¿Recuerdas el hambre arrasadora que te daba cuando eras niño y acababas de chapotear? ¿De las papas con salsa a un costado de la alberca, (tú con los ojos de cloro y las manos arrugadas), el olor de la comida al llegar a la mesa, el humo de la carne asada sobre esa parrilla repleta?
Y esa forma de picar. Todo se convierte en una botana siempre que uno aspire a rellenar la panza. Frutas picadas, nueces, granos, todo tipo de papas con salsas. Y es que en el mar la vida es más sabrosa, en el mar jamamos mucho más.
La marea y su nariz
Y esos olores, ¿recuerdas? ¿Ese peculiar olor a pasto verde, zona lacustre, puerto en salitre? ¿Mezclado con capa de bronceadores, repelentes de mosquitos, bloqueadores, en fin, afeites infinitos? ¿Huelen las cosas en la ciudad? Por supuesto que no. Si le preguntáramos a un científico nos diría que el mar huele a Sulfuro de Dimetilo (DMS). Que por el Sulfuro de Dimetilo producido en todos los océanos del mundo por millones de toneladas (gracias a las bacterias que viven cerca del plancton y las plantas y algas marinas), nos llega ese aliento del mar. Pero esa respuesta que no nos va. El mar huele a un ritmo. Ni pasivo ni agresivo porque sin importar si el mar está bravo o calmo, huele igual. No importa si le llamamos la mar o el mar, el olor es el mismo. Los niños dicen: ¡Huele a mar! (¿a amar?). Insisto: nos proviene en oleadas su vaho, con el ritmo de un telar. ¿Que qué teje ese telar? El manto marino, claro, pero la cosa va más allá. Como si se tejiera a él nuestra conciencia natural. El hilo de la rueca de mar teje nuestra imaginación con esa nube, ese halo, ese humor. A regurgito de algas, de salitre, de pescados muertos o peces vivos, de vida ozoneada, vida por el vaivén zarandeada entre petróleo y alquitrán.
Palacio de Hielo
Nunca más tan amigos del hielo. Recordemos ese momento, sólo por un momento, en que las tiendas de oportunidad no fueron una mojonera capitalista: el momento de parar el auto, asfixiados con ese aire caliente que no sabemos si sale o viene, que no sabemos si nos da o nos quita el aliento, y bajamos por unos seis de cervezas a tan vapuleados establecimientos. Recordarlo. Abre la puerta y entra. ¡Oh Dios! ¡El Mundo Maravilloso del Clima Artificial! Bienvenido al Palacio del Hielo. Queremos hielo. Ron y hielo. Cervezas, ron y hielo y unos chicharrones de puerco. Y hielo. Y cigarros bajo cero. Para hacer cubas, clamatos, vodkas, cocos con ginebra, piñas coladas, daikiris. Para todos los gustos hay, lo que cada quien quiera para ser feliz. Ahí en la playa, con los nuestros, en un tobogán sin fin. La idea es ponerse a flotar. De muertito. Sólo flotar. Ni tanto que nos emborrache ni tanto que nos deje secar. Esa es la mejor borrachera de mar.
Sinfonía del mar
Te propongo desde esta página que nos vayamos a la playa. Que nos olvidemos un poco de los continentes y viajemos a la mar para renovar el alma. Ven. Anda. Porque como dice la canción, yo sólo creo en una cosa: vaya que en el mar la vida es más sabrosa. ¿Recuerdas ahora la primera vez que comiste de sus frutos, que saboreaste todo eso que se esconde bajo sus olas? ¿De la vez que comiste tus primeros camarones, tus primeros ostiones? Pura magia, ¿no es así? ¡Verdadero manjar de los dioses! Y es que lo marino nos habla del mayor misterio, del maravilloso origen de la vida sobre el planeta. En serio: ¿no es acaso el mar ese gigantesco caldo del que provenimos todos, esa gran olla de agua y sal en la que se cocina la misma existencia?
Y es que como dice Pablo Neruda al final de su “Oda al mar”, los océanos se nos brindan tal como lo haría una madre generosa: “Porque en nosotros mismos, en la lucha, está el pez, está el pan, está el milagro”. Ya lo creo. El milagro más grande, la morralla más hermosa de alimentos que existe sobre la faz de la tierra. Peces y mariscos en estado puro como en el oriente, o bien tirados a la plancha o la parrilla, rostizados, tratados apenas por el fuego, acaso con ajos, oliva y sal. O bien como casi en todo el occidente: frutos del mar en diferentes guisos: sopas frías (como la bouillabaise), o fondos calientes (pozoles, moles, marmitas tradicionales en todos los países). Frutos también en cocteles, ensaladas, pastas, bocatas, en recetas más sencillas o más barrocas. Frescos o conservados. De mil formas. Pero siempre ahí, como una de las grandes maravillas de la gastronomía mundial. Así es: lo marino como regalo divino. Porque hay que decir que la comida del mar no es para cualquier día. Significa una fiesta especial: un ritual de paz, para la serenidad, un himno a la alegría, la escapatoria magistral a la cárcel de la rutina. Por eso es que su frescura nos contagia: nos abre, nos enternece, nos alacia el alma.
¿Por qué será que los crustáceos, los moluscos, los calamares o pulpos, los peces, los bivalvos, en fin, la majestuosa cantidad de frutos que nos regala el agua, nos hablan de otra manera y hasta nos cambian la mirada? Tal vez por provenir del agua, ese inmenso firmamento líquido al que nombramos el mar o la mar, según su temperamento (¿nuestro miedo?), el carácter tempestivo o calmo de su marea. Mar. Lo contrario al desierto. Mar. Sinónimo de lo providencial. Por todo esto: Gracias mar por la abundancia. Gracias por la generosidad. Por llenar nuestras redes una y otra vez con tu belleza. Nunca nadie podrá olvidarte. Gracias por tu oleaje que dice sí, eternamente, y que nos enseña a no rendirnos ante nada. Eres tú mismo la grandeza.
Gracias en verdad por tus tesoros, que han iluminado las cocinas de los hombres desde el pasado más remoto. Gracias, pues, por alumbrar tantos rostros, y gracias también por tus colores, tus olores, que son el vestido de la gran sabiduría. Gracias, claro, en nombre de todos los comedores, que reconocemos diariamente la infinita felicidad que nos han prodigado todos tus sabores.
Gracias, también, por supuesto, por cuidar de nuestros pescadores. Por cuidar de sus barcos, la orientación de sus timones. Gracias en nombre de todos los cocineros, de todos los mesones. Gracias. Pero sobre todo gracias en verdad por una cosa mágica, casi de orden sideral: gracias a ti, mar, por darnos la sal.
Un regreso que no se da
Uno no se va nunca del barrio, como uno nunca se va del mar. La mar se queda con uno o uno con el mar. Y es que el mar hace agua en nuestro adentro. La memoria se anega en su agua de sal. “Mar adentro”, debería de decirse de ese ánimo. “Mar abierto”, quizá. En fin que uno nunca se va del mar. Pesa la partida, una vez posada nuestra mirada en su paz. Habrá pues que remangarse los pantalones, tomar el timón, y regresar a casa.