Todos somos creativos, en mayor o menor grado, pero no a todos nos distingue la creatividad. Y también todos, en algún momento, somos inseguros; no podemos evitarlo. La creatividad es un rasgo de la personalidad, y lo mismo pasa con la confianza en uno mismo. Sin embargo, como somos humanos, esos rasgos van y vienen en períodos cíclicos que circulan en nuestro interior como la rueda de la vida: a veces te sientes arriba y otras te sientes abajo. Es normal. Y no es que uno cambie: así estamos hechos, de puros fragmentos. No obstante, con suerte y trabajo, esos altibajos pueden resultar en algo que trascienda.
No toda la gente creativa tiene alta autoestima, ni toda la gente con alta autoestima es creativa. Dijo alguna vez John Lennon: “Parte de mí sospecha que soy un perdedor y la otra parte piensa que soy Dios todopoderoso.” Aun con lo extremo de su planteamiento, todos entendemos a lo que John se refería; lo sentimos por dentro, es parte de nuestra química mental. La creatividad y la confianza en uno mismo no siempre van de la mano, pero existe un hecho indiscutible: la forma en que nos vemos a nosotros mismos es una influencia clave en el modo en que desarrollamos nuestros talentos y en cómo vivimos nuestra vida.
No sólo eres creativo cuando te sientes bien, pues el conflicto también nutre la creatividad. Grandes obras de arte han sido creadas en los abismos mismos del dolor. En términos de sensibilidad, un artista o un creador necesita experimentar un amplio rango de emociones para luego poder traducirlas en su trabajo: eso es lo que nos esculpe como ambulantes obras humanas y lo que nos define es la forma en que las plasmamos en nuestra vida diaria. Por otro lado, nuestros conceptos de “perfecto”, “éxito” o “fracaso”, aunados a las ideas preconcebidas con las que crecimos, nos reclaman golpeando la puerta de nuestra frente, como un casero que exige su renta atrasada. Esas ideas no ayudan; por el contrario, nos hacen sentir inadecuados, falibles, impostores. Nos obstruyen el camino, nos entorpecen en lugar de liberarnos.
Tengo la impresión de que la baja autoestima no es sino el resultado de compararnos con los demás. Y esa es una batalla perdida desde el principio, porque no hay peor boicot contra la felicidad que la comparación. Siempre habrá alguien que brinque más alto, que corra más rápido y que sea más fuerte que tú. Pero la vida no se trata de eso, porque por fortuna no somos atletas olímpicos. Cada talento es diferente porque cada uno de nosotros es diferente. Te debes medir en tu propio rango, en tu propia escala. Cuando ejercitas, cuando trabajas o cuando ayudas, la premisa es cruzar tus propios límites. Al final todo se trata de ti, porque todo surge de ti. Nadie más ocupa tu lugar.
Pero no podemos ir tan lejos. Tener la autoestima permanentemente alta tampoco resulta deseable: puede ser indicio de una farsa, de falta de conciencia o de una evidente estupidez. Pero aceptémoslo: la mayoría de las veces son la duda, el miedo y nuestras conjeturas las que rigen nuestras resoluciones. Por eso, antes de tomar cualquier decisión, debemos ser conscientes de quiénes somos. Ser creativo significa pensar diferente y decidir diferente, pero siempre con base en tu propio código mental, uno que te impulse a construir, a evolucionar, a empatizar.
Todos poseemos algo excepcional, único: eso que sólo cada uno puede aportarle al mundo. Tu propia creatividad debe verse reflejada en tu existencia. No puedes hablar sobre la experiencia de alguien más porque nunca has estado en sus zapatos. Por ello saber escuchar en una conversación es importante, porque la persona que comparte su experiencia es única. Lo mismo pasa con tu creatividad: debes saber escucharte por dentro, sin prejuicios, porque no sabes de dónde va a venir tu siguiente inspiración, si de un punto alto o uno bajo, de tu interior o de tu contexto.
La premisa de la competencia incita la diferencia, en lugar de fomentar la capacidad de relacionarnos armónicamente. Nadie debería compararse con nadie, pues no somos cubos formados en filas anónimas e interminables. Somos personas, tenemos un nombre, una pasión, alguien a quien amamos y alguien que nos ama. Cada quien está en su propia categoría, por eso cada uno de nosotros es extraordinario. Recordar lo anterior en nuestros momentos bajos debería bastar para emerger a la superficie de nuevo.
Si desde pequeños nos enseñaran a buscar en qué consiste nuestra propia unicidad, eso que a cada uno nos hace excepcionales, todo sería radicalmente diferente: fluiríamos mejor, pues tendríamos nuestro propio lugar declarado y establecido; viviríamos en carne propia nuestra postura frente al mundo, como la firma de nuestra propia identidad, y cada quien cumpliría con una labor específica y crucial, tanto a nivel individual como global. Desde esa perspectiva, jamás existiría motivo para compararnos y, por lo tanto, no habría razón para sentirte inferior ni superior a nadie más. Sabrías quién eres. El problema es que mucha gente no sabe quién es, pero al final somos quienes decidimos ser y lo que pensamos; pero, sobre todo, somos la forma en que actuamos y reaccionamos al escenario de nuestra propia vida.
Todos somos iguales en nuestro derecho a ser diferentes. No hay mejor exhortación a la creatividad. Con este argumento, la baja autoestima exclamaría en nuestro teatro mental: “¡Oh, vaya!, eso no lo había considerado.” Y súbitamente desaparecería en un soplo de lógica.