(Foto: Casa de subastas Christies)
¿Qué tuvieron en común Ernest Hemingway, Andy Warhol y Carlos Monsiváis? Cada uno de ellos marcó a generaciones distintas, aunque fueron parcialmente contemporáneos —Hemingway nació en el último año del siglo XIX, mientras que Monsiváis y Warhol llegaron al mundo durante la primera mitad del XX, el primero diez años después que el segundo—, y realizó aportaciones a las artes desde diferentes trincheras y disciplinas. Sin embargo, más allá de las diferencias en su producción, los tres compartieron una pasión excepcional que los acompañó durante toda su vida: el amor por los gatos.
En la vida y obra de estos tres artistas, el elemento gatuno jugó papeles tan peculiares que, así como los bigotes de un gato, merecen ser contados de uno en uno.
Bola de nieve
Sus caminatas por Cayo Hueso, en Florida, dieron al autor de El viejo y el mar algo más que inspiración o amigos marineros y pescadores. Un buen día, Ernest Miller Hemingway regresó a casa con un felino cuya estancia en la residencia del escritor se prolongaría generacionalmente. Bola de nieve heredó su pelo blanco y abundante —la característica a la que debía su nombre— a varios de sus cachorros. Pero además del blanco pelaje, se perpetuó entre sus descendientes otro de sus rasgos característicos; con un gen dominante polidáctilo, Bola de nieve llenó la casa del escritor con gatitos de seis dedos en las patas que, a su vez, tuvieron sus propias crías con seis dedos, y así durante generaciones.
Hasta su salida a Cuba, Hemingway albergó a poco más de cincuenta gatos, cuya descendencia hasta el día de hoy habita la misma casa que compartiera con Bola de nieve, la cual fue convertida en museo y atracción para quienes buscan conocer el lado cultural de Florida.
Sam
El artista plástico y precursor del llamado pop art, Andrew Warhola, mejor conocido como Andy Warhol, fue otro amante declarado de los felinos. Una colección de litografías titulada 25 Cats Name Sam and One Blue Pussy—25 gatos llamados Sam y una gatita azul— da testimonio de la cantidad de mininos con los que compartió su departamento en Nueva York, donde vivía también su madre, quien, por cierto, ayudó a Warhol a publicar su libro de litografías. La primera gatita llamada Sam llegó a la casa del pintor para hacerle compañía a Hester, otro gato que ya vivía en el departamento. Tiempo después, Sam y Hester tuvieron gatitos, y todos recibieron el mismo nombre: Sam. El amor de Warhol por los felinos encontró una singular expresión en la famosa colección de litografías, que si bien contiene el número veinticinco en el título, en realidad sólo consta de dieciséis gatos retratados con suma atención para capturar el temperamento particular de cada uno.
A las litografías de Warhol siguió la publicación de un pequeño libro que su madre escribió, ilustró y dedicó al gato Hester, el cual se tituló Holy Cats —Santos gatos. Después de la muerte del artista, en 1987, las litografías y el libro se editaron y vendieron juntos como un boxset. Actualmente, las ediciones originales de la colección de litografías felinas alcanzan precios tan excéntricos y polémicos como el halo que envolvió la personalidad y vida de su creador.
Peligro para México
Carlos Monsiváis se aparta de Hemingway y Warhol debido a su nacionalidad y peculiar aporte literario a la cultura de nuestro país; sin embargo, él como ellos cultivó un singular amor hacia los gatos.
Este periodista, cronista y ensayista, amante de los felinos, convivió desde su infancia y hasta los últimos años de su vida con poco más de veinte gatos que, junto con incontables libros y objetos de la cultura popular, fueron sus eternos compañeros. Algunos de sus amigos más cercanos han hablado de la importancia que estos animalitos tuvieron no sólo en la vida de “Monsi”, sino también en su casa, pues el escritor no tenía reparos en correr a todo aquel que osara manotear o ningunear a alguno de sus mininos.
Los nombres que Monsiváis elegía para sus gatos eran un reflejo de la picardía que siempre lo caracterizó, de las tendencias burlonas y sarcásticas con las que solía lanzar sus más afiladas opiniones sobre la situación política y social de México. Algunos de estos nombres fueron: Fray Gatolomé de las Bardas, Posmoderna, Peligro para México, Monja Beligerante, Ansia de Militancia, Fetiche de Peluche, Siniestro Chocorrol, Miau Tze Tung, Monja Desmecatada, Miss Oginia, Caso Omiso, Victoria Sobre el Fraude, Catzinger, Copelas o Maullas, Lalito Montemayor, Zulema Maraima, Voto de Castidad y Rosa Luz Emburgo.
Fue inevitable vincular la compañía gatuna con la fibrosis pulmonar que causó la muerte del escritor en 2010. No obstante, al poco tiempo se aclaró que, si bien durante sus últimos meses de vida el médico le prohibió estar cerca de ellos, los gatos no fueron la causa del padecimiento.
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Resulta curioso ver o saber de personas que disfrutan sobremanera de la compañía de un gato, o de veinte, veinticinco, o incluso de cincuenta. Los que no comprendemos este tipo de amor, quizá debamos buscar las razones o las motivaciones de quienes adoran a los mininos —ya sean amigos, conocidos, hermanos, parejas o literatos— detrás de toda la ropa y los sillones llenos de pelo, bajo los muebles rascados y entre los pedazos de macetas rotas; quizás en esos lugares se encuentre la belleza, la inspiración y la fascinación que tales animales causan en sus dueños. Parece acertado, en todo caso, recordar las palabras que a propósito de los gatos escribió el poeta francés Theophile Gautier en alguna de sus obras:
[…] Ellos se convierten en compañeros de tus horas de soledad, melancolía y pesar. Permanecen veladas enteras en tus rodillas, ronroneando satisfechos, felices por hallarse contigo. Prescinden de la compañía de animales de su propia especie. Los gatos se complacen en el silencio, el orden y la quietud, y ningún lugar les conviene mejor que el escritorio de un hombre de letras. Es una labor muy difícil ganar el afecto de un gato; será tu amigo si siente que eres digno de su amistad, pero no tu esclavo.
Tal vez sea en ese “no ser esclavo” donde radique la magia de los gatos, y probablemente sólo aquellos que pasan sus días con al menos uno de ellos pueda entenderlo.