Desde que era muy pequeño, la gente me ha dicho que soy inteligente. Quizá porque aprendí a leer a muy corta edad, porque con facilidad memorizaba nombres y datos complejos para un niño de mi edad o porque tenía ingenio y habilidad para entretejer esta información de forma divertida o asombrosa, en mi paso por la educación básica la etiqueta del “cerebrito” del salón siempre estuvo pegada en mi espalda; pero, a medio siglo de distancia, me pregunto: ¿de qué nos sirve la inteligencia?
Según la Asociación Psicológica de los Estados Unidos, la inteligencia es “la capacidad de derivar información, aprender de la experiencia, adaptarse al entorno, comprender y utilizar correctamente el pensamiento y la razón”. Algunas aptitudes relacionadas con ella son la buena memoria, la capacidad de análisis y de síntesis, la creatividad y el razonamiento. Además, hoy sabemos que no existe una, sino múltiples inteligencias que van de lo verbal y lo lógico-matemático a lo emocional, lo interpersonal y hasta lo intrapersonal.
Pero todos estos conceptos no se acercan ni de canto a la cuestión que planteé al principio: cuál es la utilidad, el sentido y propósito de la inteligencia. Atendiendo a su definición psicológica, la información, la experiencia empírica y el uso de la razón estarían dirigidos hacia la adaptación al entorno, que según Darwin es un signo de las especies evolucionadas. Entonces, la capacidad de detectar carencias, problemas y conflictos, así como la de ofrecer posibles soluciones a ellos para garantizar la supervivencia, serían las finalidades de la inteligencia.
Durante décadas di por cierta esta noción práctica, utilitaria y biológica. Pero hoy que ya rebasé la línea imaginaria del medio siglo y la vida me ha dado más que un par de volteretas, creo que la inteligencia sirve, o debe servir, para algo más: para aportar felicidad a la persona y, sobre todo, para compartir la comprensión, la dicha, las ideas y los frutos de la razón con las demás personas.
Esto me recuerda un reel que cierta red social me hace ver a cada tanto sin que se lo solicite, en el cual una famosa política mexicana —una mujer brillante, con personalidad y carácter de sobra, que ha sido senadora, gobernadora y presidenta de su partido— hablaba de una conversación que tuvo con un doctor a propósito de su inteligencia. En la charla, después de preguntarle si se consideraba lista y de que ella contestara que “lo que se ve, no se juzga”, el especialista le preguntó si se había dado cuenta de que su inteligencia la había alejado de la gente y la había tornado odiosa, engreída e intratable, y que la gente, lejos de quererla o admirarla, le temía, la envidiaba, estaba resentida con ella o secretamente le deseaba el mal.
“La inteligencia es fortuita —le espetó como remate el doctor, según se refiere en el corto— y es el resultado de la genética y de una buena alimentación, así que no tiene usted ningún mérito de su inteligencia, licenciada; en todo caso, el mérito es de sus padres”. Y yo, al oír esas palabras, recordé a las innumerables personas a las que había humillado, rechazado, apodado o ninguneado sólo porque no tenían los mismos conocimientos o la misma aptitud intelectual que yo.
Así las cosas, hoy creo entender que ser inteligente nada tiene que ver con la soberbia, el envanecimiento o la satisfacción de los propios deseos, y que la inteligencia sin un sentido humano es mera erudición, una estéril capacidad de almacenamiento y procesamiento de datos. Su verdadero propósito, entonces, es similar al de la iluminación desde la visión budista: la construcción de la propia lucidez, felicidad y plenitud, para después compartirla a través del servicio, la ayuda y la colaboración con los demás. ¿O tú qué opinas?…