
El 5 de mayo de 2023, el director de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus, asesorado por el Comité de Emergencia del Covid-19, declaró que dicha enfermedad dejó de ser una emergencia de salud pública de importancia internacional. En otras palabras, aunque el virus SARS-CoV-2 ha circulado y seguirá haciéndolo ampliamente, e incluso evolucionando, ya no será un evento inusual o inesperado.
Durante los mil 149 días que persistió la pandemia, declarada como tal el 11 de marzo de 2020, uno de los sentimientos más generalizados entre la población —además del miedo a enfermar y perder la vida— fue la ansiedad provocada por el confinamiento. En esa fase de distanciamiento social, que implicó el cierre de industrias, comercios, escuelas y oficinas, así como la sensible disminución del tráfico vehicular, se tuvo evidencia de una mejora en la calidad del aire en diversos asentamientos alrededor del mundo, así como de ríos más limpios, y fuimos testigos de la presencia animal en sitios donde no era común observarla.
Pero, a pesar de ello y del rumor que circula al respecto, no existe evidencia científica de que el agujero de la capa de ozono se haya cerrado como consecuencia del confinamiento Lo que sí es verdad es que la capa de ozono está en camino de recuperarse dentro de las próximas cuatro décadas, gracias a las acciones de los gobiernos del mundo que se han apegado a los lineamientos y acciones para la eliminación global de los productos químicos que agotan la vital capa y que se encuentran definidos en el Protocolo de Montreal.
Expliquemos: la atmósfera, ese manto formado por una mezcla de gases —78% nitrógeno, 21% oxígeno y 1% de otros componentes gaseosos— que rodea y abraza a la Tierra, es una de las estructuras que ha permitido el florecimiento y la evolución de una gran diversidad de formas de vida. Constituida por varias capas que tienen un grosor de hasta 10 mil kilómetros, impide el ingreso de los letales rayos cósmicos, evita la fuga de calor hacia el espacio y hasta nos protege del impacto de algunos meteoritos.

Una de esas capas, la llamada “capa de ozono”, es en realidad una fase de la estratósfera, que es donde se produce la mayor cantidad de este gas. Su límite inferior, medido desde la superficie de la Tierra, se ubica alrededor de los quince kilómetros a bajas latitudes —hacia el ecuador— y de nueve kilómetros en latitudes altas —hacia los polos—, mientras que su límite superior alcanza los cuarenta y cinco kilómetros. Esta capa es responsable de crear un entorno ambiental idóneo para el desarrollo de la vida en el planeta, pues bloquea el 95% del impacto directo de los rayos solares ultravioletas (UV) que dañan las células y destruyen el ADN. Vale la pena añadir que el ozono es una variante del oxígeno, pues su molécula, en lugar de contar con dos átomos (O2), tiene tres (O3).
Los científicos creen que la cantidad de ozono requerida para proteger a la Tierra de la radiación UV biológicamente letal existe desde hace 600 millones de años. En aquel momento, la cantidad de oxígeno era aproximadamente el 10% de su concentración atmosférica actual, y antes de eso la vida estaba restringida al océano, así que la presencia del ozono permitió el desarrollo de los seres vivos que empezaron a colonizar la tierra firme.
El ozono se forma cuando las radiaciones UV del sol descomponen las moléculas de oxígeno (O2) para producir dos átomos de oxígeno, los cuales a su vez se combinan para formar moléculas de ozono que vuelven a ser descompuestas por los rayos UV, manteniendo así en la atmósfera un balance entre átomos y moléculas de oxígeno y ozono. Sin embargo, este balance del ozono —cuya capa fue descubierta en 1913 por los físicos franceses Charles Fabry (1867-1945) y Henri Buisson (1873-1944)— puede alterarse por procesos de contaminación de origen humano.

Así, en 1974, el científico mexicano y Premio Nobel de Química, el doctor Mario Molina (1943-2020), y el doctor Frank Sherwood Rowland (1927-2012), predijeron el adelgazamiento de la capa de ozono como consecuencia de la emisión de los gases industriales conocidos como clorofluorocarburos o CFC.
Los CFC, que durante mucho tiempo se usaron como refrigerantes y propelentes de los aerosoles, se componen de átomos de carbón, cloro y flúor. Al reaccionar con la luz ultravioleta en la alta atmósfera, liberan un átomo de cloro, el cual es fuertemente reactivo con el ozono y “le roba” uno de sus tres átomos de oxígeno para formar monóxido de cloro (ClO). Como consecuencia, al incrementarse la cantidad de cloro en la atmósfera, la de ozono disminuye.
En 1985, un grupo de investigadores puso a la capa de ozono en la palestra mundial, ya que registraron una caída del 30% en su concentración atmosférica, específicamente sobre la Antártica. Así, se tomó conciencia de que el protector solar natural de la Tierra se estaba reduciendo o adelgazando drásticamente en el Polo Sur cada primavera.
Los científicos utilizaron la palabra “agujero” como una metáfora del área en la que caían las concentraciones de ozono, pero no existe “un agujero de la capa de ozono”, sino varios a lo largo del planeta. La conciencia mundial del potencial destructivo de los CFC sobre la capa de ozono condujo al Protocolo de Montreal de 1987, un tratado internacional vigente que busca eliminar gradualmente la producción de sustancias químicas que agotan la capa de ozono.
Finalmente, quizá te preguntes: si en la alta atmósfera el ozono protege la vida, ¿por qué la pone en riesgo en altas concentraciones a nivel del suelo? En las ciudades, este gas se forma como resultado de la combustión en los motores de los automóviles y en las fábricas, en presencia de la luz solar; al respirarlo, el ozono irrita la garganta, empeora afecciones como el asma, la bronquitis o el enfisema, y puede provocar daños pulmonares permanentes.
Así, podemos decir que hay un “ozono bueno”, el de la alta atmósfera, y un “ozono malo” que forma parte del smog citadino. ¿Y qué hay de la ozonoterapia? Bueno, esa es otra historia que algún día habrá que contar…
