
Algo que me genera profunda desconfianza son los artículos que se promocionan en redes sociales y que sostienen que “la ciencia —o ‘los científicos’— finalmente ha comprobado” este o aquel hecho sorprendente. Sé que ese encabezado ha sido pensado y repensado cientos de veces para maximizar el número de veces que los cibernautas, quizá menos avispados que un servidor, se sientan intrigados y se dirijan a dicha página; en el argot cibernético, esta práctica se conoce como clicbait —del inglés clic, ‘activar botón’, y bait, ‘carnada’—, que podría traducirse como “carnada para ratones”, aunque se trate del ratón de la computadora. Esta práctica tiene un efecto adverso: la imagen que transmite de la investigación y los alcances de la ciencia se ve distorsionada por la forma en que se presenta la información en esos artículos. Tomemos como ejemplo el bosón de Higgs.
Hace pocos años, en muchas publicaciones de divulgación científica, e incluso en algunas menos especializadas, se vertió mucha tinta —casi toda, digital—, acerca de la que casi todos llamaban “la partícula de Dios”. Sin embargo, esa difusión fue tan poco efectiva como cuando, hace poco menos de una década, nos asoló el virus AH1N1 y gran parte del presupuesto gubernamental se dedicó a instruir a la población sobre cómo evitar contagios, incluyendo el modo correcto de estornudar —en la solapa de la chaqueta o saco, o en el hueco del codo, pero nunca en la palma de la mano. Pero tanto las instrucciones para estornudar como la partícula de Dios generaron en la población un interés meramente temporal, y después ésta siguió con su vida como si nada, sin que la nueva información hallara un lugar en su repositorio de conocimientos. Por eso, la gente no aprendió a estornudar sin esparcir sus virus y pocos saben qué es dicha “partícula de Dios”.

De entrada, la ironía no está ausente en el nombre de esta entidad subatómica. Ocurre que, en 1993, el físico Leon Lederman —uno de tantos que participaron en el descubrimiento y cuyos nombres fueron eclipsados por el de Peter Higgs— publicó un libro que originalmente había bautizado como The Goddamn Particle [1] o “La maldita partícula” —del inglés God, ‘Dios’, y damn, ‘maldecir’. El editor del volumen, como buen anglosajón, no quiso violar el mandamiento que prohíbe usar el nombre del Creador en vano; así que, sin mayores miramientos para con el autor, borró cuatro letras del título, quedando como The God Particle: “la partícula de Dios”. Así fue que el título, que en origen hablaba de una partícula subatómica cuya existencia es sumamente difícil de comprobar, y que a la vez daba cuenta del ateísmo y la iconoclastia del autor, de pronto se convirtió en estandarte del hasta entonces imposible matrimonio de la ciencia y la religión. Y es que, ¿quién podría pensar en algo distinto al oír a un físico de partículas, “nerd entre los nerds”, hablar de una “partícula divina”, como si en su existencia hubiera hallado prueba indubitable de que la creación no fue una casualidad de las fuerzas ciegas de la naturaleza, sino una intervención directa desde la omnipotencia de un barbudo padre celestial?
Trataré de enmendar aquí las carencias de los artículos “carnada para ratones” a que hacía referencia al inicio. Para empezar, hay que decir que el bosón de Higgs es una partícula subatómica que se concibió por primera vez en la década de 1960, cuando a los físicos no les salían las cuentas en la asignación de masas. Pero empecemos por el principio.
Existen dos tipos de partículas subatómicas: los fermiones, que son los componentes fundamentales de la materia, y los bosones, que facilitan las interacciones entre las demás partículas. En el modelo estándar de la física, el bosón de Higgs sirve para explicar cómo las demás partículas adquieren su masa. Por eso, en 1964, Peter Higgs detalló el llamado mecanismo de Higgs, que explicaba teóricamente cómo ocurría esa asignación de masa y era gracias al ahora célebre bosón de Higgs.
Pero pasar de la teoría a la práctica no resultó nada sencillo. Para detectar estas partículas se han construido aceleradores de partículas en países europeos y en los Estados Unidos; estos enormes aparatos provocan choques de dichos elementos minúsculos, a velocidades inconcebibles, y retratan el resultado de esos choques, en una especie de medicina forense a escala subatómica. El gran problema con el hasta hace poco hipotético bosón de Higgs, es el hecho de que no tiene masa, no tiene espín, carga eléctica o color, y es tan inestable y efímero que su vida se mide en zeptosegundos: la miltrillonésima parte de un segundo. En otras palabras, si se dividiera un segundo en mil trillones de partes iguales, la vida del bosón de Higgs equivaldría a sólo una de ellas.
El 4 de julio de 2012, el CERN —Organización Europea para la Investigación Nuclear, por sus siglas en francés— anunció haber hallado indicios de una partícula consistente con el bosón de Higgs. Toma nota de la forma sobria de redactar el informe, muy distinta a las notas “carnada de ratón” con sus espectaculares afirmaciones del tipo “los científicos comprueban que Dios creó el Universo”: dicho estilo no es por modestia sino porque la ciencia se escribe con lápiz, para poder cambiarla cuando algo más acertado sea descubierto. Así, sabemos que muy posiblemente el bosón de Higgs sea la partícula subatómica que posibilita la realidad concreta, tal y como la conocemos.

[1] El título completo es: La partícula de Dios. Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?