
Me encontraba recorriendo los jardines que rodean mi mente y descubrí una puerta escondida. La abrí y decidí entrar. Hallé un lugar que no había sido cuidado desde hace mucho tiempo, un sitio desolado. Me sentí atraída, pues en él hay un lugar privado donde me siento en casa, donde puedo ser yo misma. Aquello que descubrí fue mi mundo interior, mismo que necesitaba algunos arreglos, pero que, por fortuna, era un campo fértil con muchas oportunidades de ser cultivado.
Los antiguos romanos usaban el vocablo cultivar para designar el cuidado de algo; la agricultura, por ejemplo, significaba el cuidado de la tierra. El término proviene del latín colere, ‘cultivar’, cuyo participio cultus dio origen a la palabra cultura en su sentido de “cultivar, honrar, proteger”. Así, se consideraba culto a quien había tenido cuidado de su interior, de su alma, de su espíritu.
Al igual que un campo, sin importar lo fértil que pueda ser, si el interior no se cultiva no será productivo. A decir de los antiguos romanos, el alma humana no puede dar sus frutos si no se le educa y cultiva.
Todos hemos contemplado un árbol frondoso. Para que crezca así de magnífico, lo primero que se necesita es una semilla, sembrarla en un terreno fértil, regarla y abonarla. Un día echará raíz, la cual no podemos observar a simple vista, pues está dentro de la tierra; luego comenzará a brotar un tallo, a salir hojas, y, dependiendo de lo que hayamos sembrado, en algún punto florecerá y dará frutos hacia el exterior.
Así es el mundo interior: invisible primero, después notorio hacia el exterior. Los seres humanos tenemos una parte emocional y mental, que son invisibles, y una parte física que se observa a simple vista. Mediante la conciencia de estas dos partes se llega a un equilibrio y bienestar.
En nuestro tiempo, la mayoría de las personas se concentra únicamente en cuidar su apariencia física y se preocupa sólo por estar bien en el exterior. No son del todo responsables, pues el actual estilo de vida, entregado a la inmediatez, nos conduce a la superficialidad, la desconexión con la naturaleza y el consumismo.
Todo esto nos ha alejado de nuestra verdadera esencia pues el ego, distraído con el ruido exterior, nos ha llevado a eclipsar nuestro mundo interior. ¿Cómo recobrar entonces la luminosidad?
Todos podemos crear mejores condiciones para nosotros mismos y darnos ese alimento que el alma necesita, ya que nuestro mundo interior también recrea a nuestro mundo exterior. Recordemos que, como reza una de las máximas de la metafísica, “como es adentro, es afuera”.
Después de leer lo anterior, quizá te preguntarás qué se puede hacer para cultivar el mundo interior. Aunque para mí la respuesta es casi infinita, a continuación compartiré algunos ejemplos en los que he encontrado grandes beneficios. Toma los que necesites y crea tus propias alternativas: todo es cuestión de empezar.
Meditación. Se ha comprobado científicamente que practicar algún tipo de meditación produce un estado de calma y armonía, reduce los niveles de estrés, mejora la concentración y la atención. La tranquilidad que proporciona se proyecta al mundo que nos rodea y durante su práctica podemos encontrarnos a nosotros mismos. Pero, para obtener estos beneficios, es necesario meditar con regularidad, al menos unos minutos al día.
Jardinería. Otra actividad que brinda momentos de paz es cuidar de un pequeño jardín o huerto en casa. La satisfacción de oler y sentir la tierra, combatir las plagas y ver crecer el regalo de las flores y los frutos es muy placentero. La jardinería es una manera de reconectar con la naturaleza, reconocer nuestras raíces ancestrales y recordar que de la Tierra venimos y vivimos por ella. Cualquier rincón servirá para hacerlo, conecta con lo bello de la vida al sembrar y ver crecer una flor o fruto.

Artes. Son quizá la expresión más profunda de los sentimientos; con ellas se estimulan ambos hemisferios del cerebro, así como la imaginación. Además, favorecen la psicomotricidad, el pensamiento y la gestión de procesos cognitivos, la expresión y la comunicación. Un posible acercamiento es a través de la pintura, que permite olvidarnos del entorno, fluir con las emociones y experimentar felicidad.
Danza. ¿O por qué no bailamos? Desde tiempos ancestrales, la danza es quizá la forma más original y antigua de expresión humana. A través del cuerpo se conectan los mundos emocional y espiritual, se comunican emociones e ideas, se disminuye la depresión y la ansiedad, se retrasa el envejecimiento y se estimula la circulación de la sangre y la oxigenación del cuerpo. También ayuda a mejorar la confianza en ti mismo. Personalmente, ésta es una de mis actividades favoritas.
Estos son sólo algunos ejemplos con los que yo he podido cultivar mi mundo interior. Para que tú halles los tuyos, escúchate a ti mismo y descúbrete, recuerda lo que te llena, lo que te gustaba de niño, lo que te resuena. Es un reto mirar más allá de lo que nuestros sentidos perciben.
Ahora que no podemos viajar, ¿por qué no hacer un viaje a tu mundo interior, descubrir un sitio maravilloso donde probablemente hallarás cosas que desconocías y que te sorprenderán? Cuando afuera todo parezca ir mal, siempre tendrás un refugio en tu ser, capaz de proporcionarte calma y tranquilidad.
Tu mundo interior es tu construcción, es el lugar al cual puedes volver cuando estás saturado, un lugar para el autocuidado. Cuando cultivas para ti mismo, indirectamente los que te rodean son beneficiados: compartir nutre al mundo.
¿Recuerdas el lugar que te conté que descubrí? Poco a poco estoy cultivándolo para que florezca y sea cada vez más habitable; pero su más profunda belleza reside en que es un lugar donde encuentro un espacio para estar conmigo misma y, finalmente, compartirlo con otros. En resumen, mi interior es el puente de conexión hacia el mundo exterior…
