En realidad, ¿qué tan fácil es “ser uno mismo”?

En realidad, ¿qué tan fácil es "ser uno mismo"?
Francisco Masse

Francisco Masse

Inspiración

Recuerdo vagamente una cita literaria que, palabras más o palabras menos, afirmaba que uno empieza a vivir cuando desea ser alguien más sin dejar de ser uno mismo. Y en otros rincones de mi memoria pululan fragmentos de libros que instan a sus lectores a “ser ellos mismos”, de artículos periodísticos o académicos, y hasta frases motivadoras que recuperan la misma idea: para ser feliz, próspero, auténtico y mentalmente sano, hay que procurar ser uno mismo. Y yo, que no puedo evitar notar que el reflejo en el espejo cambia cada día, lo mismo que mi diálogo interno, me pregunto: ¿cómo puedo saber quién realmente soy yo? Y, si no soy yo mismo, ¿cómo puedo convertirme en esa persona?

La primera idea que viene a mi mente, y que vale la pena plasmar antes de que se me escape, es que no hay un día en que no tomemos decisiones, grandes o pequeñas, que milímetro a milímetro nos conviertan en las personas que somos. Un día, por la razón que sea, decidimos perder peso y le ponemos empeño al asunto, o nos afeitamos, o nos teñimos el pelo; un día, también, nos inscribimos en un curso, decidimos saludar amablemente al vecino o ignorarlo, hablarle a nuestra madre o al hijo con quien estamos disgustados, o empezar a buscar un nuevo trabajo porque el actual ya no da más.

Ese verdadero Yo está en transformación constante

Podría seguir dando ejemplos, pero la idea es que ese verdadero Yo, ese ser que podemos señalar y decir “eso soy yo mismo”, está en transformación constante, se redefine con frecuencia y, por tanto, es inaprehensible; en parte, debido a que nuestro entorno está cambiando todo el tiempo y nosotros respondemos o nos adaptamos a ello. Entonces, hallar a ese Yo real sería como pararte en un río, atrapar un poco de agua con tus manos y decir “Esto es el río”. Siendo así, ¿cómo podemos cumplir con el precepto de “ser nosotros mismos”?

Otra manera de aproximarse a esa cuestión es confundiendo a la autenticidad con una suerte de sinceridad extrema y sin temor a las consecuencias. Por ejemplo, un artículo de The New York Times asegura que “sé tú mismo” es un pésimo consejo, pues para una sana convivencia social hace falta un principio de autorregulación, que no es sino ese sentido común que nos dice que no está muy bien decirle a la jefa que le apesta la boca o a tu suegro que sus chistes son malísimos; y sí, ser así de auténticos nos traería muchos problemas.

Pero, en lo personal, creo que el asunto no va por ahí. Más bien, me parece que una manera de orientarnos hacia ese auténtico ser sería el examen de las causas profundas de nuestras creencias, ideas, acciones y decisiones, desde la más cotidiana e insignificante hasta la más definitiva y trascendental. Por ejemplo: tu profesión, ¿la elegiste libremente o por presión social y familiar?; creo en Dios, ¿por miedo al Infierno o por una fe sincera? —o descreo de él, ¿por un trauma personal o a consecuencia de una reflexión lógica o filosófica?—; y, mi apariencia física o mi vestimenta, ¿pretenden imitar a las de alguien más, como las de una estrella de cine o un ídolo musical?

Si bien nadie puede ser cien por ciento original, pues la influencia de la genética y del entorno son determinantes en la construcción de cada persona —y tampoco se trata de construir un ego de piedra, inamovible y soberbio, al cual aferrarnos—, tal vez la complacencia, la abnegación y la necesidad de aceptación desmedidas son los primeros obstáculos que se deben sortear para empezar a ver, en el brillo de los ojos que nos devuelven la mirada en el espejo, a esa persona que vive, respira y simplemente es dentro de cada uno de nosotros.

Cierre artículo

Recibe noticias de este blog