Gaia o la Pacha Mama: ¿es la Tierra un organismo viviente?

Gaia o la Pacha Mama: ¿es la Tierra un organismo viviente?
Francisco Masse

Francisco Masse

La idea de que el planeta en que vivimos —y que, por consenso, hemos llamado Tierra— es un gigantesco ser vivo es tan antigua como el ánimo de nuestra especie por explicar el universo que le rodea. Y si bien puede sonar a una creencia primitiva, animista, fantasiosa o propia de gente ignorante, lo cierto es que también ha sido propuesta y estudiada desde el ámbito científico y, a pesar de las burlas y descalificaciones a priori, con el tiempo ha ido ganando adeptos.

Revisemos, pues, la historia de Gaia y de la Pacha Mama, así como los postulados científicos sobre la noción de que el planeta es algo más que un pedazo de roca que orbita en torno a una estrella y que alberga en su corteza algunas formas de vida orgánica. Empecemos aclarando nombres…

Gaia, la Pacha Mama y otras creencias

En la mitología de la antigua Grecia, Gea o Gaia era una diosa primigenia que personificaba a la Tierra, así como una divinización del planeta, de la tierra elemental y del suelo fértil de donde brotan todos los seres vivos. Era una de las deidades primordiales, lo cual quiere decir que surgió de forma espontánea después de la creación, y engendró descendencia sin la intervención de un dios masculino; así, “la de amplio pecho” —como se le conoce en algunos textos— tuvo como primeros hijos a las colinas, a la profundidad del mar y al cielo estrellado, Urano, quien fue su igual y, después, se convirtió en su esposo.

Por otra parte, Pachamama, Mamapacha o Pacha Mama es una deidad sudamericana adorada por distintos pueblos de los Andes, como los incas, los quechuas y los aymaras, quienes creen que está constituida no sólo por el planeta geológico o por la naturaleza que se desarrolla sobre él, sino por el conjunto de ambos, y que es una deidad proveedora y protectora pues hace posible la vida, favorece la fertilidad y la fecundidad, y cobija a los seres humanos; a cambio de sus bondades, los creyentes deben ofrendarle parte de lo que de ella reciben, en un espíritu de reciprocidad y para evitar que se moleste y cause enfermedades.

Tlaltecuhtli, "señora de la Tierra"

Otras mitologías y religiones tienen también sus propias deidades terrestres: en el hinduismo, Pritiví o Prthvi es la personificación de la Tierra y una de las esposas del dios Vishnú; en la religión sumeria alababan a Ki o Ninhursag, mientras que los antiguos egipcios tenían no a una diosa, sino al dios Geb; en la mitología nórdica, Jör∂ es la Tierra personificada y la madre del célebre dios del trueno, Thor; por último, entre los mexicas se creía en Tlaltecuhtli, “señor/señora de la Tierra”, una deidad devoradora de hombres y del Sol mismo, que cada tarde es engullido para, tras pasar por sus entrañas, emerger renacido en el horizonte del nuevo día.

Vemos que, en general, los antiguos pueblos solían identificar al planeta Tierra con una mujer de naturaleza divina, en virtud de su fecundidad y de su capacidad de dar vida, misma que nutre mediante la lactancia y el cuidado materno; a menudo se le emparentaba con el cielo, que asumía un rol masculino de fecundación a través de la lluvia o el rayo. Curiosamente, los científicos tienen la teoría de que, en efecto, la vida en la Tierra surgió a raíz de las reacciones químicas generadas hace millones de años por estos fenómenos eléctricos.

Los científicos hablan

Pero dejemos atrás a la religiones antiguas y, ahora, hablemos de ciencia. Entre los antecedentes más remotos de la Tierra asumida como un organismo viviente está la tesis del escocés James Hutton, “padre de la geología”, quien en 1790 propuso que los procesos geológicos y los biológicos están tan interconectados que debían estudiarse desde una perspectiva fisiológica; es decir, como si se tratara de un gigantesco organismo.

La idea de Hutton fue desechada por sus contemporáneos, pero en el siglo XX fue retomada por el ambientalista inglés James E. Lovelock (1919-2002), quien después de graduarse como médico y de realizar investigaciones para la milicia estadounidense, en la década de 1960 trabajó como consultor para la NASA en sus esfuerzos de detección de vida en Marte a través del análisis de su atmósfera. Esos estudios y las primeras imágenes de la Tierra vista desde el espacio fueron la chispa que le permitió desarrollar su famosa “Hipótesis Gaia”.

James Lovelock
James Lovelock

En el capítulo 56 del libro Biodiversidad (1988), editado por la National Academies Presas de los Estados Unidos, el propio Lovelock explica que la clave de su teoría está en el desequilibrio químico de la atmósfera terrestre: “al verla bajo luz infrarroja, la Tierra es una extraña y maravillosa anomalía entre los planetas del Sistema Solar [pues] nuestra atmósfera, el aire que respiramos, está escandalosamente fuera de equilibrio en un sentido químico”.

Basándose en esta evidencia, Lovelock revivió la idea de Hutton de que vivimos sobre un superorganismo y no sobre una simple esfera de roca. Sus argumentos fueron expuestos en dos ensayos científicos, uno de 1972 y uno de 1974, mismos que fueron popularizados por un artículo de 1975 en la revista de divulgación New Scientist; más tarde, en 1979, publicó el libro Gaia: una nueva mirada a la vida en la Tierra. Como datos adicionales, la hipótesis fue desarrollada en colaboración con la microbióloga Lynn Margulis, y fue el novelista William Golding —autor de El señor de las moscas— quien sugirió utilizar el poderoso nombre de Gaia para esta hipótesis que supone que la Tierra está viva.

¿En qué se basa exactamente Lovelock para esta afirmación? En resumen, se trata de un nuevo modelo geofísico en el que los grandes ecosistemas marítimos y terrestres regulan la temperatura de la superficie del planeta, la salinidad de los mares y la cantidad de oxígeno y de CO2 en la atmósfera, en una homeostasis semejante a la de cualquier organismo vivo.

El planeta Tierra

Llegado este punto, vale la pena recordar que nuestro cuerpo está hecho de células que tienen distintas funciones, las cuales llevan a cabo sin que intervengamos o seamos conscientes de ello: en nuestro interior viven leucocitos o glóbulos blancos —que, como si fueran seres vivos independientes, combaten y devoran agentes patógenos que nos enferman—, así como flora y fauna intestinal, entre otros microorganismos. Es decir, aunque cada uno de nosotros se conciba como un ser vivo individual, en realidad estamos hechos de miles de componentes microscópicos con vida.

Así, el modelo de Lovelock implica alejarse de la visión antropocéntrica en la que el Homo sapiens es una creación única, dueña, administradora o “pasajera” de la gran nave llamada Tierra. Según la Hipótesis Gaia, no vivimos en la Tierra, sino que somos la Tierra, pues estamos hechos exactamente de la misma materia. Esto tiene serias implicaciones en la biología e incluso modifica la gran teoría de Darwin: ya no basta con afirmar que los organismos que dejan la mayor progenie tendrán éxito; habría que añadir que sólo podrán hacerlo si no afectan negativamente al medio ambiente.

Desde su aparición, la Hipótesis Gaia ha tenido detractores y también seguidores, como el periodista científico Ferris Jabr, quien en su recién publicado libro Becoming Earth: How Our Planet Came to Life (2024) profundiza en las nociones de Lovelock y las enriquece con los últimos hallazgos biológicos, ecológicos y geológicos que confirman que la vida, los organismos y ecosistemas tienen una gran influencia en las propiedades físicas del planeta.

Todo esto, ¿cómo afecta a la especie humana? Jabr y Lovelock coinciden en que concebir al planeta como un organismo viviente puede inspirarnos a tomar acciones para lidiar con la emergencia climática. “Ser egoísta es humano y natural —dice Lovelock en el citado libro Biodiversity—; pero si elegimos ser egoístas del modo correcto, entonces la vida puede ser rica y, al mismo tiempo, coherente con un mundo apropiado para nuestros nietos y los de todos nuestros compañeros en Gaia”.

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