Gusanos en el oído

Gusanos en el oído
Hugo Masse

Hugo Masse

Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria.
Edgar Allan Poe, “El demonio de la perversidad”

Alguna vez mi hermano, mi primo —el dueño del Nintendo— y yo jugamos Doctor Mario, un videojuego noventero a lo Tetris con el archiconocido plomero bigotón, desde las ocho de la noche hasta el amanecer del día siguiente. Quién sabe si fue la música machacona; si fue la sencillez de empatar los colores de las cápsulas que el doctorcito italiano arrojaba para que, al hallarse al lado de tres del mismo color, desaparecieran; o si fue el reto de erradicar los virus hasta el último nivel, el caso es que al irnos a dormir después de ese maratón, la pegajosa tonadita seguía sonando en nuestras cabezas y las cápsulas bicolor seguían fluyendo incesantes, aún en sueños.

Por suerte, a los pocos días el “efecto Tetris” que sufríamos había desaparecido. No llegamos al punto de empezar a ver los objetos cotidianos como cápsulas bicolor que deben acomodarse para quitarlas del camino, como les ocurre a jugadores más asiduos. Al parecer, a una parte de nuestro cerebro le gustan los patrones repetitivos y eso se manifiesta con ciertos videojuegos, aunque hay otras maneras más insidiosas.

Por ejemplo, de seguro te habrá ocurrido esto: escuchar una canción o tonada, quizá sin querer —en la calle o con alguien que comparte tus gustos musicales con todos a su alrededor— y, aunque la tonadita ha dejado de sonar, las mismas notas siguen ahí, repitiéndose en tu cerebro una y otra vez, como si un gusanito estuviera royéndolo. Por eso, a este fenómeno le llaman en alemán ohrwurm, y en inglés earworm: un gusano en el oído. A veces es música que odiamos, a veces es nuestra favorita; lo que no es del gusto de nadie es el no poder dejar de oírla.

Esta incómoda situación ha dado material para más de una obra literaria, desde Poe —en el cuento del epígrafe— hasta Mark Twain, cuyo cuento de 1876 “Una pesadilla literaria o ¡Ponche, hermanos, Ponche!” narra cómo el protagonista lee un estribillo pegajoso en el diario y sólo logra librarse de él al infectar a alguien más con el mismo. Para otros autores, la idea de la tonadilla contagiosa se convierte en un arma formidable: Henry Kuttner la propone para derrotar a los nazis en su cuento “No queda más que el pan de jengibre”, mientras que en el cuento “La supremacía de Uruguay”, escrito por E. B. White, dicho país descubre un estribillo de estas características y hace volar aviones sin tripulantes con bocinas por todo el mundo, al cual acaban por dominar.

Otros autores lo ven como una herramienta contra el control mental; tal es el caso de Alfred Bester, en cuya novela El hombre demolido el personaje lo utiliza para evitar que personas capaces de leer mentes conozcan sus pensamientos. Arthur C. Clarke y Fritz Lieber también usaron este recurso en sendos cuentos de ciencia ficción: el primero es “La melodía definitiva”, en el que ésta es desarrollada por un científico, sincronizándola con los impulsos eléctricos del cerebro; por su parte, Lieber escribió “Rump-Titty-Titty-Tum-TAH-Tee”, en el que el ritmo descrito en el título invade todos los aspectos de la cultura humana hasta que alguien crea un “antirritmo” que sirve de antídoto.

Pero, más allá de la ficción, también es posible hallar relación de melodías pegajosas: en la autobiografía de Robert Graves, Adiós a todo esto, se narra cómo, en septiembre de 1915, durante la Primera Guerra Mundial, el autor marchó con su regimiento a la batalla y todos los soldados cantaban tonadas graciosas para alejar el miedo, pero después de entonar un himno alemán en los tonos de “S’nice S’mince Pie” —canción popular por aquellos días—, ésta siguió sonando en su cabeza durante más de una semana: incluso al estar esperando la orden de atacar, lo único que pasaba por su cabeza era la tonada —la cual a veces tarareaba, ocasionando las risas de sus colegas.

No menos dramática es la crónica de Joe Simpson en Tocando el vacío, en la que relata cómo logró sobrevivir en lo alto de los Andes junto con su compañero Simon Yates, cuando éste se rompió una pierna. Poco antes de ser rescatado, Simpson estaba solo, malherido y delirante, escuchando una y otra vez “Brown Girl in the Ring”, canción de cuna antillana que el grupo de música disco Boney M popularizó en los años setenta, sin saber si sólo la imaginaba o si en realidad, de algún modo, estaba sonando esa canción en medio de la nieve.

Pero, ¿por qué ocurre el fenómeno de la musique entêtante —música tenaz, en francés— o la canzone tormentone —canción torturante, en italiano—? Varios académicos han intentado averiguarlo. En 2008, el finlandés Lassi Liikanen preguntó a más de doce mil usuarios finlandeses de internet sobre lo que él llamó Imaginería Musical Involuntaria (INMI); sorprendentemente, casi el 92% confesó sufrirlo al menos una vez a la semana y 33%, una vez al día. Para James Kellaris, quien acuñó el término “comezón cognitiva” —cognitive itch—, el fenómeno le ha ocurrido a 99% de la gente, al menos una vez en la vida; las tonadas cortas y repetitivas, el grado de neurosis del individuo y el contexto en que se escucha la melodía —lo último antes de dormir, lo primero al despertar, situaciones de estrés— parecen influir en que ocurra.

Freya Bailes, psicóloga cognitiva interesada en la imaginería mental asociada a la música, en un estudio realizado en la Universidad de Hull, encontró también una recurrencia frecuente al preguntar de manera aleatoria si, en ese mismo instante, los voluntarios traían un “gusano auditivo”: entre 12 y 53 por ciento de las veces, la respuesta fue afirmativa, casi siempre en momentos de poca actividad —por ejemplo, al esperar en una fila o cuando la persona se halla sola. Por otra parte, en un estudio en Darthmouth College, descubrieron que las áreas de la corteza cerebral que se activan cuando oímos música también lo hacen cuando nos imaginamos que la oímos. James Kellaris, de la Universidad de Cincinnati, afirma que la mayoría de los ataques de este tipo duran algunas horas y que las mujeres son más proclives a tenerlo —y sufrirlo, pues al parecer les afecta emocionalmente más que a los hombres. En resumen, existen teorías interesantes pero nada concluyente.

¿Qué hacer al respecto? Para algunos, es posible aplicar el refrán “un clavo saca a otro clavo” y se dedican a escuchar otra tonada igual de pegajosa. Hace poco, le recomendé a la escritora Raquel Castro, quien confiesa sufrir con frecuencia de este mal, que escuchara la contagiosa “Mahna Mahna” —de los Muppets, con la que creció mi generación— para combatir el gusano auditivo que la afligía: “Informer” de Snow, un exitoso reggae canadiense de 1993. No sé si logró su cometido pero, por mi parte, tarareé dicha tonada durante varios días. A veces, el nuevo gusano auricular simplemente reemplaza al anterior; en otras, ataca a quien sugiere el remedio con más insidia que al afectado.

Otra solución sugerida por más de uno es la que usó Twain en su cuento: “contagiar” a alguien más para librarse del estribillo pegajoso. ¿Te explicas ahora, gentil lectora, amable lector, por qué he dado santo y seña en este texto de las tonadas que aquejan a mis neuronas?

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