
Para los eternos enanos.
Alguna vez el soso empleado que nos atiende con desgana en el banco fue un pequeño que imaginaba dragones en el cielo. La llamada “realidad” lo alejó demasiado del niño que fue; sin embargo, resulta innegable que en él habita su origen. Entonces, ¿cómo no va a ser la infancia un fundamento de la vida adulta, si en dicha etapa soñábamos con el adulto en que nos convertiríamos?
Los niños saben lo que quieren hacer y poco les importan las buenas costumbres. De la nada, pueden comenzar a gritar; correr en lugares donde está prohibido hacerlo, o degustar un delicioso pastel de lodo: ellos no vienen con manual de comportamiento incluido. Por estas razones y muchas más, los pequeños humanos parecen loquitos. Ya lo canta Joan Manuel Serrat: “…esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, hay que domesticar”.
Conforme crecemos, los padres —con todo su amor— nos enseñan una serie de límites que nos mantienen a salvo. Después, las circunstancias del mundo nos obligan a conocer otro tipo de límites: el miedo y la vergüenza que nos restringen más de lo necesario. Así, la vida adulta se va construyendo sobre un complejo entramado, y el niño que dio origen a todo queda sepultado entre normas y obligaciones. Por ello, en el apretado itinerario de la adultez, difícilmente hay tiempo para disfrutar de las cosas que nos daban felicidad cuando éramos niños. Todo lo anterior explica por qué el aburrido banquero quedó completamente distanciado del infante que creía en animales míticos.
Dejar al niño tan apartado del presente lastima no sólo por una cuestión de nostalgia, sino también porque ese pasado constituye el medio para interpretar el ahora. Voltear la mirada hacia la infancia puede ayudarnos a entender cómo aprendimos a manejar nuestros sentimientos en el presente, y a identificar el posible origen de las situaciones que continuamente nos aquejan.
Entablar contacto con nuestro niño interior significa recuperar el punto en el cual comenzamos el camino, pero también comprender por qué lo perdimos de vista. Al regresar a nuestros sueños o propósitos iniciales podríamos reconciliarnos con el pasado y encontrar herramientas para construir un presente más pleno. Un adulto que se permite gozar de aquello que amó cuando niño, es un adulto mucho más feliz.
Entonces, ¿cómo despertar al niño que fuimos? Lo primero es rescatar al niño del sepulcro de deberes adultos bajo los cuales está enterrado. Y para reconectarse con esa dimensión de nosotros mismos se recomienda la reflexión. Encontrarse en un espacio seguro y tranquilo es fundamental para iniciar una introspección silenciosa; luego, debemos observar con paciencia la imagen de nuestro niño interno que se irá dibujando en la pantalla de la mente. ¿Alrededor de cuántos años tiene?, ¿cómo va vestido? ¿cuál es la expresión de su rostro? Éstos son algunos de los elementos a los que debemos poner especial atención. Por otro lado, cabe mencionar que lo importante no es traer a la memoria un recuerdo fiel, como una fotografía, sino enfocarnos en las emociones de nuestro niño e intentar revivirlas. ¿Cómo es el estado de ánimo que nos invade? El secreto para realizar este ejercicio con éxito consiste en mantener un alto grado de concentración, al tiempo que permanecemos calmados y atentos a todas las imágenes y sensaciones que se vayan manifestando.
Existe otro método para contactar a nuestro niño —sin importar si pudimos realizar o no el viaje interior— que también implica relajación y concentración. En este ejercicio, la propuesta es que la mano derecha entreviste a la mano izquierda. La mano derecha se encargará de preguntarle al niño interior —la mano izquierda— todo lo que se desee saber: ¿cómo se siente?, ¿hace cuánto que no hablaban?, ¿qué lo hace feliz?… La mano izquierda hará fluir al niño, que contestará con soltura y honestidad a las preguntas formuladas de la manera más abierta posible.
A partir de esta entrevista, podremos saber en qué estado se encuentra nuestro niño interior para después brindarle lo que le haga falta. Quizás esa parte de nosotros se encuentre herida o, si está plena, tal vez sólo necesite más oportunidades de expresarse en la vida adulta. Por ello, durante la entrevista, dos preguntas cruciales son: ¿qué lo hace feliz? y ¿qué le gusta hacer? Al conocer las respuestas, existe la posibilidad de sanar y de permitir que ese niño entre a nuestro mundo presente.
El niño gusta de crear; puede ser que lo haga feliz escribir, colorear o cantar, pero también observar pinturas, leer cuentos o escuchar música. ¿Por qué no releer el cuento de hadas que nos leían antes de dormir o volver a escuchar las canciones de Cri-Crí? Sin embargo, no sólo el regreso a lo que nos gustaba en la infancia es bueno para el niño interior; la capacidad de hacer o apreciar el arte también tiene un efecto positivo en esa dimensión de nosotros. Así que, para tener a un niño interior contento, siempre es una buena idea acercarse a expresiones artísticas de todo tipo.
Reconectarnos con nuestro origen, con nuestros inicios, trae como consecuencia un estado de armonía saludable. El niño interior es el punto cero, en donde todo comienza, pues nada en el presente podría existir sin él. Remediar las heridas de ese niño, o simplemente sacarlo del rincón para reintegrarlo a la vida real, nos devuelve la confianza que solíamos tener para ser lo que quisiéramos. La resolución de nuestro pasado que sucede cuando se despierta al niño interior es, ante todo, una forma de libertad. Nos hace tan libres como al pequeño que llora a media calle porque en verdad necesita llorar.
