El mundo del deporte está lleno de historias difíciles y de ejemplos de superación y fortaleza que nos inspiran a hacerle frente a los obstáculos en nuestra vida. Tal es el caso de Betty Robinson, una atleta que, tras hacer historia en las olimpiadas, se vio inmersa en un terrible accidente que le cambiaría la vida y la obligaría a empezar de nuevo, pero sin hacerle perder sus sueños.
Elizabeth Robinson nació en Riverdale, Illinois, el 23 de agosto de 1911. Tras una vida tranquila, sería sorprendida a los dieciséis años gracias a una de esas “coincidencias” del destino: una tarde de febrero de 1928, Betty corrió para alcanzar un tren en la estación Harvey a tal velocidad que su profesor de ciencias, Charles Price, quedó perplejo por la vertiginosa aceleración de la jovencita. Al día siguiente, el profesor —que también era entrenador de atletismo en la preparatoria— le pidió que corriera, le tomó el tiempo y la invitó a formar parte del equipo.
Tras unos pocos meses de entrenamiento, la velocidad innata de Betty la llevó ese mismo año a los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928, donde se convirtió en la primera mujer en ganar una medalla de oro en la carrera de 100 metros planos, al establecer un récord mundial de 12.2 segundos. Además, se llevó la plata en el equipo de relevos, con lo que el comité olímpico la proyectó para una participación estelar en la olimpiada de Los Ángeles 1932.
Pero todo cambió la tarde del 28 de junio de 1931. Hacía tanto calor en Chicago que Betty no hallaba forma de refrescarse, pues su entrenador le había prohibido nadar para evitar lesiones. Entonces, salió a pasear con un primo suyo, Wilson Palmer, que era piloto aviador: estaban seguros de que en las alturas podrían aligerar el agobiante clima. Pero, antes de alcanzar los 600 pies, una falla técnica ocasionó que el avión perdiera altura y se estrellara.
Betty y su primo fueron hallados muy malheridos. A Palmer le encontraron signos de vida, pero a Betty no, así que la dieron por muerta y la transportaron a la morgue; sin embargo, ahí se dieron cuenta de que aún latía un débil pulso y la llevaron al hospital en estado de coma y con varias fracturas. Los datos son imprecisos: algunos dicen que estuvo inconsciente siete días y otras fuentes hablan de semanas; lo que fue un hecho es que su recuperación tomó mucho tiempo e implicó duras operaciones en la pierna, el brazo y la cadera.
Pasó varios meses en una silla de ruedas; los médicos dudaban incluso que pudiera volver a caminar. Pero la importancia de una red de apoyo se manifestó en su hermano, quien la impulsó para volver a ponerse en pie. Esto le inyectó a Betty una nueva motivación: poco a poco, logró dar sus primeros pasos y, contra todo pronóstico y después de mucho esfuerzo, empezó a correr de nueva cuenta.
Sin embargo, cuando intentó correr formalmente en una pista se dio cuenta de que el dolor en su cadera y rodillas era tan intenso que ni siquiera podía colocarse en la posición de arranque. Imposibilitada de volver a competir en la carrera de los cien metros planos, Betty encontró su camino en los relevos 4×100 metros. Finalmente, fue admitida por el comité y obtuvo un lugar en el equipo de atletismo estadounidense que acudió a la olimpiada de Berlín 1936.
Así, junto a Harriet Bland, Annette Rogers y Helen Stephens, Betty corrió en la tercera posición y logró colgarse su segunda medalla de oro. Después de esto, se retiró del atletismo. Tres años más tarde, se casó con Richard Schwartz y tuvo dos hijos: Jane y Rick. Aunque dejó de correr, siguió laborando en el mundo del atletismo como juez de competencias e impartiendo conferencias en representación de la Asociación de Mujeres y Niñas Atletas de los Estados Unidos.
En 1977, fue incluida en el Salón de la Fama del Atletismo. Tras batallar unos años contra cáncer y el Alzheimer, Betty Robinson falleció el 18 de mayo de 1999, a los 87 años de edad. La autora Roseanne Montillo publicó en 2017 su libro Fire on the Track: Betty Robinson and the Triumph of the Early Olympic Women, con el que deja documentado el éxito de una gran mujer que, a pesar de un terrible accidente, tuvo el coraje para seguir forjando sus sueños y adaptándolos a sus circunstancias.