La mente que se abre a una nueva idea jamás volverá a su tamaño original.
Albert Einstein
Cuando era niña y mis padres discutían, una angustia helada, que me impedía salir corriendo, se instalaba en mis piernas. Ese mismo frío comenzaba a viajar por mi cuerpo y terminaba con un llanto incontrolable. Las lágrimas rodaban espesas hasta la comisura de los labios, confundiéndose con la humedad que fluía de mi nariz. La orilla de la manga del suéter era mi cómplice, pues funcionaba de maravilla para secar los rastros de tristeza.
Estas discusiones, por lo general, ocurrían en la cocina, donde había una mesita angosta pegada a la pared; en ella, mamá siempre acomodaba el servilletero, el salero, algunos frascos de salsa y una caja de cereal. Un buen día, a la mitad de una gran pelea, encontré frente a mí un laberinto: el elefante Melvin debía entrar y salir de él sin tocar las paredes, y luego yo tenía que ayudarle a resolver las adivinanzas que venían impresas en la parte posterior de la caja de Choco Krispis. Sin darme cuenta, todo lo que sucedía a mi alrededor quedó suspendido en el aire, mientras era absorbida por otra realidad. La discusión llegó a su fin y yo no había soltado una sola lágrima. Me levanté, fui a mi habitación e, impulsivamente, tomé uno de los libros de cuentos que papá solía leerme por las noches.
Lo que sucedió cuando leía el reverso de la caja de cereal es que mi cerebro identificó algunas palabras que se relacionaban directamente con mi estado emocional y activó determinadas áreas —como el córtex del cíngulo anterior, que facilita la adaptación a los cambios— encargadas del control de las emociones. Al resolver el laberinto, el problema de un personaje de fantasía, mi angustia encontró una válvula de escape y pasó sin dejar huella.
El Instituto Nacional de Salud e Investigación Médica de Francia realizó una serie de estudios que demuestran que cuando un texto incluye descripciones de emociones, el cerebro del lector presenta actividad en las zonas relacionadas con ellas, como si estuviera experimentándolas en carne propia. Entonces, podemos inferir que si, por ejemplo, el personaje de una historia resuelve adecuadamente un cuadro de miedo o rabia, la amígdala cerebral del lector —donde se originan este tipo de emociones— también volverá a la calma, y que este aprendizaje podría resultarle útil en situaciones del mundo real.
Aprender a leer significa echar a andar una serie de procesos mentales que no están determinados genéticamente, como sucede con el habla. Al convertir la lectura en un hábito, la persona procesa el lenguaje de una manera distinta a quien no lee, tiene una mayor capacidad para analizar las opciones que se despliegan ante ella y, al integrar la información adquirida durante la lectura a su propia experiencia, cuenta con mejores herramientas para tomar decisiones. Pero eso no es todo: entre las páginas de una obra de ficción, puede descubrir situaciones o personajes que le resulten familiares y vislumbrar posibles soluciones a sus problemas.
Hoy ya no como Choco Krispis; sin embargo, desde que descubrí que la lectura podía ayudarme en el manejo de mis emociones, no he conocido refugio más cálido que el de los libros. A estas alturas de mi vida, la lectura es también un remedio para el dolor de cabeza y una fuente inagotable de temas de conversación. Con las páginas abiertas para entretenerme, las ideas disponibles para iluminarme, y las historias listas para brindar consuelo, los libros son mi mejor terapia.