
Lo admito: a pesar de que me considero un hombre racional, soy de esas personas que evitan contar algo bueno que está a punto de sucederme, “porque si lo digo, se me sala”, aludiendo a la sal como un símbolo de la mala suerte. En otras palabras, algo en mí cree que si por las ansias le anticipo a alguien que pronto tendrá lugar un anhelado logro o un suceso favorable, los hados del destino castigarán mi impaciencia e, inexorablemente, veré cómo se aleja de mí lo que parecía inminente. Hasta hoy, pensé que eso era el rescoldo de una superstición inculcada desde mi infancia; pero tal parece que, en esta ocasión, la neurociencia apoya la sabiduría de mi abuela.
Para explicar lo anterior, hay que hablar del alemán Peter M. Hollwitzer, profesor de psicología en la Universidad de Nueva York cuyas investigaciones se enfocan en cómo las metas y los objetivos —y su formulación— afectan la cognición, las emociones y la conducta. Uno de sus trabajos más celebrados es la Teoría de la Auto Completación Simbólica, la cual postula que los individuos buscan adquirir y mostrar símbolos que estén fuertemente relacionados con lo que perciben como el Yo ideal.
En 2009, junto con los investigadores Paschal Sheeran, Verena Michalski y Andrea E. Seifert, Hollwitzer publicó en la revista Psychological Science un artículo titulado “When Intentions Go Public: Does Social Reality Widen the Intention-Behavior Gap?” —algo así como “Cuando las intenciones se hacen públicas: la realidad social, ¿aumenta la brecha entre la intención y la conducta?”—, en el que expone que cuando otros se enteran de la intención de un comportamiento relacionado con la identidad de un individuo, esto genera en él una sensación prematura de poseer la identidad aspirada.

Expliquemos: según la Teoría de la Auto Completación Simbólica, todos usamos objetos para comunicarle a la sociedad nuestra propia autodefinición. Si viste la película Wild at Heart (1990), de David Lynch, recordarás que Sailor (Nicholas Cage) se refería a su chamarra de piel de serpiente como “el símbolo de mi individualidad y de mi creencia en la libertad personal”. A ese tipo de objetos Hollwitzer los llama símbolos auto definitorios, cuyas implicaciones son conocidas y explotadas por mercadólogos y publicistas para posicionar símbolos de estatus como autos deportivos, marcas de ropa, perfumes o gadgets electrónicos.
De forma similar, el citado estudio introduce el concepto de la “intención de comportamientos relacionados con la identidad”. Una forma sencilla de explicarlo es pensar en una persona que, al verse al espejo, concluye que ha subido de peso y formula el propósito de inscribirse a un gimnasio para perder los kilos de más. Ese paso de la noción “Estoy gord@” a la intención “Quiero dejar de ser gord@, así que iré al gym”, implica una especie de redefinición de la propia identidad a partir de una actividad y de sus resultados. Lo mismo podría decirse de “me haré hippie y migraré a un pueblo en la montaña”, “estudiaré leyes para convertirme en abogado” o “pondré un negocio para ser millonario”.
Nada malo hay en tener estas intenciones; el problema se presenta cuando se las contamos a alguien y dicha persona, naturalmente, nos da una retroalimentación: si ésta es negativa, nos desmotivaremos y quizás hasta desecharemos la idea; y si es positiva, el efecto agradable nos dará “una prematura sensación de poseer ya la identidad que aspiramos construir”. Y es que, se sabe, muchas veces nuestro cerebro tiene problemas para distinguir entre lo que ya hizo y las imágenes que creó con la imaginación o las palabras.

Entonces, no es la mala suerte ni la intervención de fuerzas sobrenaturales; lo que sucede es que al contar nuestras metas y ser felicitados por ellas, una parte del cerebro registra la intención como si ya se hubiera llevado a cabo el hecho, lo cual disminuye nuestra motivación. Si bien hay excepciones operativas —por ejemplo, si decides mudarte de casa, quizá tengas que comunicarle la decisión a tu agente inmobiliario— y otras fuentes aconsejan hacer públicos los compromisos personales para darles más fuerza, lo que Hollwitzer recomienda es una estrategia basada no sólo en intenciones, sino en la definición de tareas, tiempos y métodos específicos encaminados al logro de la meta.
En otro estudio de 2006, el psicólogo alemán descubrió que el cumplimiento de los objetivos se facilita al formar una intención de implementación que precisa con antelación el cuándo, dónde y cómo de los esfuerzos por alcanzarlos. Poniéndolo en términos matemáticos: “Tengo la intención de alcanzar Z; si me encuentro con la situación Y, entonces iniciaré el comportamiento X que está dirigido a mi objetivo”, y ahí es donde se enumeran fechas, frecuencias, lugares y métodos. Creo que suena muy razonable, pero eso sí: si te animas a ponerlo en práctica… ¡mejor no se lo cuentes a nadie!
