Con todo eso de la inclusión, la liberación, las “evoluciones”, “elevaciones” y “despertares de la conciencia”; los altruismos, feminismos, animalismos —entre tantos otros “ismos”— y los ensordecedores discursos de los revolucionarios chairos de clóset y de los defensores del tofu, el pan nuestro de cada día es escuchar a medio mundo hablar sobre cómo todos tienen derecho a todo, pero —y a propósito de la exclusión— nunca escuchamos a nadie hablar sobre los derechos de las arañas. A nadie. Desde hace mucho tiempo, a las pobrecitas se les negaron las bondades humanas del “¡Ay, qué lindo!”, y ahora nadie las toma en cuenta, a nadie le importa si comen, si tienen frío, si la lluvia se llevó su telaraña, ni mucho menos si sufren depresión.
Y es que las arañas no la tienen fácil. Pueden —o, mejor dicho, deben— pasar días, o incluso semanas, en el techo de tu cuarto sin haber comido nada más que un pobrecito gorgojo distraído o una mosquita frutera cansada de la vida. Nadie se inmuta de cuán triste es su vida: siempre solas, ágiles y astutas cazadoras furtivas; su inteligencia, al parecer, es solamente proporcional a su timidez y les cuesta muchísimo trabajo hacer amigos; para estas pobres criaturitas no hay opción, su naturaleza las lleva, irremediablemente, a ser ermitañas, aunque no lo quisieran. Pobres arañas. Su caso me recuerda, quizás, a las personas olvidadas por el mundo; esos tristes seres sin familia, sin amigos, sin un alma caritativa que rece por ellos; esas mismas tristes personas que sólo despiertan la atención de los vecinos cuando el olor de sus tristes y pútridos cadáveres se cuela por debajo de las puertas.
Qué curioso es ver al ser humano elegir sólo unos cuantos animales para ser “benévolo” con ellos. Es posible encontrar, por ejemplo, a un montón de viejecitas que compran una telera adicional que designan exclusivamente para alimentar a las palomas del parque, o a miles de “salvaperros” en las calles rescatando callejeritos y subiendo fotos a Facebook para encontrarles hogar —dejando muy claro, dicho sea de paso, que ellos sí viven en armonía con el universo y con todos los seres vivos—, y están también los que hacen marchas para defender la vida de los conejos de laboratorio—pero no la de las ratas porque no son lindas. En fin, hay muchos protectores de animales, pero ¿cuándo has visto a alguno de ellos compadeciéndose de un arácnido esquinero que sólo busca un hogar?, ¿acaso hay alguien en el mundo que al ver a una araña flaca y débil diga:“¡Ay, pobrecita!, iré a traerle un bicho para que coma”? No, ¿verdad? Nada hay de eso y, desgraciadamente, nadie inspeccionará el cempasúchil que irá a la basura en los próximos días para ver si en él se esconde algún pequeño artrópodo que pueda calmar el hambre de aquella solitaria y desafortunada compañera de casi todos los cuartos.
Nadie valora el trabajo que una araña puede hacer para crear una sana convivencia. Tú no lo sabes, pero tal vez esa araña en el techo de tu cuarto esté dispuesta a hacer equipo contigo en el fin del mundo para salvarte de los mosquitos; hasta podría dejar su amado rincón en el techo y mudarse debajo de algún mueble sólo para no causarte ansiedad por las noches. Esa pequeña araña incluso podría ser tu roomie ideal. Pero no te importa, ¿cierto? Seguramente tú también eres de esos que no se pone en sus zapatos —en ninguno de sus ocho.
Muy probablemente, las arañas estarían dispuestas a dar la vida por uno y a defender el territorio mutuo contra las hordas de fastidiosas moscas y mosquitos veraniegos, pero quizá nunca lo sabremos de cierto, pues nos dan miedo los aliados. Es particularmente interesante escuchar a todo el mundo hablar de lo importante que es tenerconciencia yser incluyente, de lo fundamental que es abrir el corazón —y más que el corazón, la boca— ante el sufrimiento de los mamíferos; del derecho que tienen los embriones a permanecer en el útero —aunque ya no nos demos abasto—; de defender la libertad del vecino de creerse una roca sedimentaria y de muchísimas más curiosidades, pero ¡oh!, que no se hable nunca, en ningún lado, de la triste vida de las arañas, de aquellas olvidadas, ellas que sólo existen cuando sorpresivamente aparecen en algún rincón para encontrarse con su fin, para morir asfixiadas por el insecticida o violentadas en su derecho a no ser aplastadas.
Supongo que el problema de fondo es nuestro temor a la responsabilidad y a la diferencia. Tanto temor nos causan estos dos conceptos que hacemos todo lo posible por alcanzar una perfecta homogeneización y por seguir siempre la misma línea. No nos atrevemos a decir que es verdad que hay diferencias y que eso precisamente, el acto mismo de diferir, es lo que hace posible y maravillosa nuestra existencia. ¡Ah, pero mejor hay que guardar el secreto, no vaya a ser que nos linchen! Hoy todos somos iguales y a nadie le gustan las personas que señalan la falla. Mejor quedémonos con las arañas, con las tristes arañas que no tienen importancia en nuestro mundo —más que para lo negativo. Tal vez, algún día, todos terminemos como ellas, sentenciados a vivir con la etiqueta de “culpable por no existir conforme a la actual escala de valores”.