Sentado en el trono de la Creación, Dios sumió la mano en el fango y lo moldeó a su imagen, conforme a su semejanza: varón y hembra los creó. Adán y Lilith fueron creados iguales, tanto en dimensión como en fortaleza, para disponer y reinar sobre el mundo.
No obstante, el imperio expiró en cuestión de versículos silenciados: en medio del primer preámbulo sexual, mientras Lilith yacía sobre el césped del Edén, Adán dijo: “Habrás de amarme mirándome siempre desde abajo”, y recostó el cuerpo sobre el cuerpo de la Primera gran madre, quien, cual ola de los mares, se izó dulcemente sobre la piel del primogénito de Dios. El deseo adánico se apiló en montañas de carne, la respiración se volvió ventisca y la blanquecina explosión fue absorbida por el vientre de Lilith, quien, con sonrisa triunfal, contestó a la imposición de su marido con cinismo viperino: “¿Por qué he de mirarte desde abajo si ambos fuimos creados del mismo barro?”
Ella se incorporó, dejando sobre el césped la mirada atónita de quien fuera el igual del Creador. En consecuencia, perseguido por la sombra de su humillación, Adán siguió el designio divino: “Soy imagen y semejante de Dios, y conforme su imagen y semejanza, seré Señor de los peces en el mar, de las aves en el cielo, de todas las bestias que andan sobre la tierra”.
Y así fue. El universo creado quedó postrado a sus pies; toda criatura viviente atendía su llamado o su silencio; no había corriente de aire que no girara según su voluntad… a excepción de una:[1] mientras Adán gobernaba las tierras, la risa discreta de Lilith se asomaba entre la copa de los árboles y resonaba en las paredes de las montañas, recordándole al hombre que también estaba creado de límites y fallas.
Inevitablemente, a esta acción correspondió una acción celestial. De las nubes descendió el llamado de Dios, que exhortaba a la mujer a atender las órdenes masculinas. En medio de un bostezo de aburrimiento y fastidio, Lilith desatendió la orden y renunció a las limitantes del Paraíso para refugiarse en los libertinos senderos de la tierra de Nod, el país que, ubicado al este del Edén, se convertiría, a partir de entonces, en el país de los fugitivos.
Tras la desaparición de Lilith, el poder de Adán aumentó. Puso nombre a toda bestia de la tierra y ave de los cielos, a todo ganado y fruto del campo; pero no encontró en ello ni la ayuda ni la compañía idónea para él. El peso de la soledad cayó sobre sus hombros y, nuevamente avergonzado, Adán se postró ante la grandeza del Creador suplicándole el retorno de su esposa.
Dios, conmovido, atendió el llanto; envió a tres arcángeles con la misión de regresar a Lilith al Edén. Los mensajeros emprendieron el vuelo hacia Nod y hallaron a la fémina en medio de una orgía de demonios, los cuales perecieron frente a la luz angelical. Las creaciones divinas se confrontaron entre miradas expectantes; los ángeles hablaron: “Has de volver con Adán por órdenes de Dios”. Lilith dijo: “No tengo obligación con nadie, sino conmigo; no he de volver al lugar que atenta contra mi libertad”. Los mensajeros del Señor respondieron: “Habremos entonces de exterminar a un ciento de tus hijos cada día hasta que decidas regresar”. Y así fue.
La soledad de Adán se extendió por centurias que lo carcomían en abandono, por lo que, finalmente, Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo”, tras lo cual sumió a su primogénito en un profundo sueño. Extrajo de su cuerpo una costilla y de ella hizo una mujer para llevarla al hombre. Al despertar, dijo Adán: “Ésta es hueso de mis huesos, carne de mi carne. Será llamada Varona, puesto que del varón fue creada”. Ambos se miraron, estaban desnudos, Adán y su mujer, y él ya no se avergonzaba.
Fue nombrada como Eva, la dadora de vida. Su aparición fue el génesis de la contraparte de la oscuridad: con ella, sutileza e ingenuidad llegaron al mundo para borrar las huellas inquisitivas, astutas, inquietas y libertinas de quien fuera su precursora. Eva se volvió el cuerpo y la esencia idónea de la mujer, el estereotipo de la monótona resignación de la esposa sumisa, mientras que Lilith permaneció como la sombra, como aquella presencia existente pero silenciada y rezagada en lo hondo de la naturaleza femenina. Pero era tan pura la esencia que, en sus pupilas, los demonios vieron la rendija que abría la posibilidad de la corrupción.
Fue entonces cuando la serpiente se arrastró por el tronco de un árbol que se hallaba a mitad del huerto: el árbol de la vida, cuyos frutos estaban prohibidos para la boca humana. Con ojos hipnóticos, la culebra se aproximó a la desnuda Eva y dijo: “¿Sabías que de comer el fruto del árbol prohibido no morirás, sino que serán abiertos tus ojos y realmente alcanzarás la divinidad de Dios?” La curiosidad trepó por las pupilas inquietas de Eva, quien tomó del fruto y comió; dio también a su marido, quien, como ella, comió.
El castigo descendió del universo, los hombres fueron expulsados del Paraíso con sentencia divina: “Para ti, mujer, multiplicaré los dolores de tus preñeces, con dolor darás luz a tus hijos, y tu marido se volverá tu amo y señor. Para ti, varón, maldita será la tierra por tu causa y con agonía comerás de ella todos los días de tu vida”. A la tierra hombre y hembra fueron arrojados para multiplicar la raza, ahora desterrada e imperfecta, y así inició la humanidad.
Lamentablemente, ante esto el primer matrimonio del mundo entró en mareas de aburrimiento y fastidio, por lo que una noche, harto de las caricias maternales de Eva, Adán acudió de forma clandestina a las tierras de Nod para entregarse al roce lascivo de su primera esposa y amante, que yacía desnuda y seductora a orillas del Mar Rojo, como esperando. Al mirarla, Adán se arrojó al desenfreno. El éxtasis fue tal que no era digno de este mundo, pero tampoco propio del reino celestial. Aquellas satisfacciones ardían como las brasas más potentes, semejaban al sabor adictivo de aquella manzana prohibida.
El cuerpo de Lilith era la cúspide de las obsesiones, reunía la fantasía del primer hombre y, posteriormente, de todos los hombres; se convirtió en la incansable tentadora, en la vampiresa por antonomasia: femme fatale que se confronta con la voluntad masculina para ejercer su voluntad; aquella que controla mediante el deseo inherente y el ejercicio de su erotismo; mujer que existe en todas las mujeres tras la disciplina del rigor y el sometimiento. La vida salió momentáneamente del cuerpo de Adán y, ante la estupefacción orgásmica, Lilith, con sonrisa triunfal, dijo: “Cuida a tu progenie, pues he de vengarme por la pérdida de los míos a través de la muerte de los tuyos”.
Sin embargo, entre sus motivos yace uno oculto: la libertina vampiresa, enemiga del rigor que se impuso sobre lo femenino, pretende exterminar el producto de la sumisión que implementó el hombre para el acto sexual. Su discurso es de transgresión libertadora, pero también de preocupación maternal: según la tradición popular, es a partir de la muerte que Lilith reúne su séquito de jóvenes e infantes para llevarlos a la tierra de Nod, donde obtienen la inmortalidad y se liberan de los dolores terrenales dados por el Creador. De esta manera, la Primera esposa navega en la noche absorbiendo la vida de niños y neonatos para relucir también como la Madre de los vampiros, epíteto que conjuga su naturaleza tambaleante de maternidad y oprobio.
[1] El nombre Lilith proviene de la raíz sumeria “Lil”, que significa aire.