
Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana se habría caracterizado de hombre si su madre le hubiera dado permiso. Y es que en la Nueva España del siglo XVII, como en tantas otras partes del mundo, aquella era la única estrategia viable para que una mujer —de otro modo condenada a la cocina y a hacer calceta— pudiera asistir a la universidad.
Aunque Sor Juana logró convertirse en uno de los astros más radiantes del firmamento literario sin necesidad de usar un bigote falso o de llevar una espada a la cintura, muchas de sus congéneres no corrieron con la misma suerte. En la extensa lista de féminas que tuvieron que vivir como hombres para adentrarse en ámbitos prohibidos se encuentran, por ejemplo, Melinda Blalock —quien decidió disfrazarse del sexo opuesto para ir a la Guerra de Secesión junto con su marido—, Teena Brandon —cuya biografía conmoviera a las masas gracias a la película Los muchachos no lloran— y la Papisa Juana que, según cuenta la leyenda, ocupó el trono de la iglesia católica del año 855 al 857. A continuación te presento las historias de otras tres mujeres que adoptaron identidades masculinas para alcanzar sus ambiciosas metas:
Una corresponsal de guerra

En una fotografía tomada en 1912, Dorothy Lawrence aparece envuelta en encajes, coronada por bucles, luciendo un collar de piedras tan finas como sus facciones: la encarnación de una típica dama inglesa. En la fotografía que le tomaron tres años más tarde, en lugar de vestido de encaje, lleva un uniforme militar, botas de cuero y una gorra de soldado que protege la cabeza a rape. ¿Cuáles fueron los motivos de semejante transformación?

Esta joven de diecinueve años fantaseaba con ser periodista y había logrado que le publicaran algunos artículos en el periódico The Times. Ante el estallido de la Gran Guerra, decidió presentarse como corresponsal voluntaria ante los editores, quienes sin disimular la risa, replicaron: “¿Qué te hace pensar que vamos a enviar a una mujer a cubrir tal evento, cuando nuestros propios corresponsales de guerra no han podido acercarse a la zona de combate?“
A pesar del desaire, Dorothy no se dio por vencida. Conoció a un par de jóvenes soldados ingleses en un café parisino y los persuadió de que le consiguieran un uniforme. Ocultó sus senos bajo apretados vendajes y rellenó las hombreras de su chaqueta militar con algodón para simular corpulencia; además, cortó su cabello a la última moda de la milicia, oscureció la piel de su rostro con un desinfectante de potasio, y rasuró una inexistente barba con la esperanza de que su delicado cutis se endureciera. Por último, les pidió a sus amigos del ejército que le enseñaran a marchar y se las ingenió para conseguir papeles falsos que acreditaran su nueva identidad: “Soldado raso Denis Smith, Primer Batallón del Regimiento de Leicestershire”.
El ahora corresponsal Smith salió rumbo a Albert, Somme —al norte de Francia—, donde las fuerzas británicas y francesas luchaban contra el imperio alemán. Ahí conoció al zapador Tom Dunn, quien no se creyó el cuento de que Smith fuera “un hombre bonito” y logró que la impostora confesara el engaño. Compadecido, le ayudó a instalarse en una casita de campo abandonada y compartió con Dorothy sus raciones de comida; también le consiguió un trabajo en la mina —a menos de cuatrocientos metros de la línea de fuego— y, lo mejor de todo, logró infiltrarla en las trincheras para que recabara la información que después plasmaría en sus historias.
Diez días más tarde, Lawrence sufría de reumatismo y agotamiento, por lo que decidió entregarse a las autoridades para recibir atención médica. Primero se pensó que era un espía y fue declarado prisionero de guerra; pero al descubrir que se trataba de una mujer, los avergonzados militares sólo atinaron a preguntarse: “¿Cómo pudo esta jovencita burlar nuestro sistema de seguridad?”
Sin tener la menor idea de qué hacer con ella, enviaron a Dorothy de vuelta a Inglaterra. Y, aunque juró no escribir acerca de sus experiencias, en 1919 publicó su libro: Dorothy Lawrence, la única mujer soldado británica.
Amante del jazz

Vestido de traje y corbata, con el cabello engominado y una sonrisa deslumbrante, Billy Tipton era un rompecorazones. Además de la buena pinta, tocaba el piano y el saxofón; era un jazzista que, en cada presentación, lograba que los pies de los espectadores bailotearan alegremente debajo de las mesas de los clubes. ¿Qué más podían pedir sus admiradoras? Bueno, quizá que pudiera satisfacerlas en la alcoba.
Dorothy Lucille Tipton había logrado colarse en el rebosante de testosterona mundo del jazz, al interpretar estándares [1] con algunas orquestas menores en su natal Oklahoma. Sin embargo, para dar el salto a las grandes ligas, sabía que era necesario renunciar a su vida como mujer, por lo que en 1940 Dorothy Lucille se desvaneció del mapa, mientras un tal Billy Tipton comenzaba a hacerse notar en la escena musical de Joplin, Missouri.
Llegó a compartir escenario con figuras del jazz como Bernie Cummins, Billy Eckstine y Jack Teagarden, hasta que su creciente popularidad le permitió formar su propia agrupación, el Billy Tipton Trio, con el que grabó dos discos: Sweet Georgia Brown y Billy Tipton Plays Hi-Fi, ambos bien recibidos por el público. No obstante, el líder de la banda rechazó la oferta de su disquera de grabar cuatro álbumes más y, en cambio, decidió mudarse junto con el trío a Spokane, Washington, para presentarse en el centro nocturno Tin Pan Alley, donde además de tocar swing, Billy podía hacer imitaciones de Liberace y Elvis Presley. La artritis, no obstante, lo obligó a abandonar el espectáculo y a convertirse en representante musical a finales de los años setenta.
Ninguna de sus enamoradas sospechó nunca que Tipton era una mujer, pues a todas les había contado sobre el “terrible accidente automovilístico” por el que sus genitales habían quedado deformes, razón por la cual no podía tener relaciones sexuales. Fue hasta el 21 de enero de 1989, poco antes de morir debido a las complicaciones de una úlcera, que un enfermero descubrió el secreto del jazzista. Desconcertado, preguntó a William, uno de los tres hijos adoptivos de Tipton: “Hijo, ¿tu padre se hizo un cambio de sexo?”
Engaño de precisión quirúrgica

Facciones duras, ojos profundos e inquisitivos, expresión impasible… James Barry era la encarnación del estereotipo de la masculinidad.
En 1809, ingresó a la escuela de medicina de la Universidad de Edimburgo y cuatro años más tarde se convirtió en un prominente cirujano de la Armada Británica. Sirvió en varias regiones de la India y en Cape Town, Sudáfrica, donde implementó reformas sanitarias de gran envergadura y pugnó por que tanto los soldados, como los prisioneros y los leprosos recibieran alimentos más nutritivos y mejor atención médica. Además, realizó una de las primeras cesáreas exitosas de la historia.
El temperamento explosivo de Barry lo llevó a participar en un duelo a muerte, del que salió victorioso; un escándalo mayor sobrevino cuando se le acusó de ser homosexual y de mantener una relación íntima con el gobernador de Cape Town, Lord Charles Somerset. Sin embargo, la verdadera controversia se desataría después de su muerte.
En 1865, Barry cayó víctima de la disentería. Sophia Bishop, quien preparó el cuerpo para el sepelio, declaró que el doctor en realidad había sido una mujer. La azorada comunidad médica no quiso creer aquellas palabras pues, de ser ciertas, significarían que James Barry —o cualquiera que haya sido su verdadero nombre— les había visto la cara a todos. Así las cosas, los oficiales de la Armada decidieron ocultar los archivos que daban constancia del servicio de Barry y cruzaron los dedos para que la historia se olvidara pronto. Pero no fue así.
Con el cuerpo del médico convertido en cenizas, el único camino posible para quien deseara resolver el misterio era el detectivesco. En 2001, el urólogo sudafricano Michael du Preez se dio a la tarea de analizar un cúmulo de documentos relacionados con James Barry; entre ellos, dos docenas de cartas: unas escritas por la adolescente Mary Ann Bulkley y otras por el mismísimo Barry. Una experta en análisis de documentos del servicio forense británico concluyó que el conjunto de epístolas había sido escrito por la misma persona.
Mary Ann Bulkley era la sobrina del pintor irlandés James Barry. Su progresista madre y su afamado tío idearon un plan para que la brillante Mary Ann asistiera a la escuela de medicina; tan sólo el acto inaugural de la puesta en escena que la talentosa actriz dominaría hasta la caída del telón.

[1] En el jazz, un estándar es un tema musical que ha adquirido cierta notoriedad en el género, que es conocido por gran número de músicos, y que ha sido objeto de numerosas versiones, interpretaciones e improvisaciones.